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((**Es16.202**) conceda a todos sus más especiales bendiciones. Que Dios os consuele, os colme de sus gracias y me ayude hoy a expresarme dignamente ante vosotros. La primera cosa que se pregunta a un hombre, que habla de grandes proyectos, es que muestre la intención de su obra y su finalidad. Lo que se le pregunta después es que indique el resultado obtenido. Respondo a la doble pregunta, explicando el fin general de nuestra obra. Al hablar de la juventud, yo no me refiero a la que crece en medio de exquisitos cuidados en familias acomodadas, en colegios u otras instituciones; sino que hablo exclusivamente de los niños abandonados, de los vagabundos que andan por caminos, calles y plazas. Hablo solamente de estos seres desvalidos, que, más tarde o más temprano, son el azote de la sociedad y acaban por ir a poblar las cárceles. Cuando yo iba a las cárceles de Turín a ejercer el sagrado ministerio, comprobé la necesidad de mi obra. Me encontré entre los presos una multitud de jóvenes, hijos de padres muy honrados. Era evidente que, aquellos muchachos no se habrían entregado nunca al mal de haber recibido una buena educación. Ahora bien, yo pensé que, si al salir de la cárcel, seguían a su libre albedrío, necesariamente acabarían mal; pero, si se les cuidaba, reuniéndolos los domingos, tal vez podía encontrarse la manera de apartarlos del vicio. Para alcanzar un buen resultado, cuando no se tienen medios, íhay que poner manos a la obra con la mayor confianza en Dios! Así empezamos la obra de nuestro oratorio festivo; ((**It16.236**)) pronto se juntaron a los salidos de la cárcel todos los vagabundos. Se llegó a preparar una casa capaz de albergar a muchos y, al cabo de cierto tiempo, se pudo cercar el patio con una tapia. Entonces, con la ayuda de jóvenes ricos de la ciudad, nos ocupamos de aquellos pobres huérfanos, enseñándoles música y entreteniéndolos con juegos, gimnasia y declamación en veladas literarias; y, más adelante, se les proporcionaron muchas diversiones después del desayuno y de la merienda. Los primeros frutos obtenidos me hicieron reconocer que la obra venía de Dios. Cuando nos fue posible tener una capilla, vinieron algunos sacerdotes para confesar a nuestros huérfanos, y así, mientras unos se divertían con los colaboradores de la obra, los otros se confesaban y comulgaban. A una hora determinada, sonaba la campanilla, se acababan los juegos y, todos juntos, asistían a los oficios divinos. De este modo quedaba el tiempo completamente ocupado desde la primera hora de la mañana hasta el mediodía. Entonces recobraba cada uno su libertad; a las dos, nos juntábamos de nuevo y se repartía otra vez el tiempo entre la catequesis, las vísperas, la bendición y el recreo. Los jóvenes ricos que nos ayudaban en nuestra obra, dedicaban parte de su tiempo libre para buscar trabajo a nuestros huérfanos, visitaban a empresarios, industriales y comerciantes y colocaban a muchos. Pronto vinieron en nuestra ayuda las señoras, que se ingeniaban para proporcionar ropa a nuestros pobres muchachos. (Nuestra obra era entonces doblemente útil porque preservaba del mal a los vagabundos que recogíamos y rehabilitabamos y consolidaba después de la caída a los jóvenes que salían libres de la cárcel). Entre los vagabundos recogidos en Turín había algunos muy mayores y muy ignorantes. Al poco tiempo, al verse en el oratorio junto a los más jóvenes, ya instruidos por nosotros, se avergonzaban de su ignorancia. Dios nos sugirió la idea de crear escuelas nocturnas para ellos y tuvimos a menudo la satisfacción de reunir de ciento cincuenta a doscientos mozos, que después llegaban a pedirnos espontáneamente confesarse y comulgar. (Tuvimos aquí la suerte de salvarlos (**Es16.202**))
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