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((**Es16.105**) la llegada de Pío VII basta hoy, nunca se habí a visto en París tal gentío alrededor de un sacerdote>>. Para que los lectores se formen de alguna manera una idea completa de los agasajos recibidos por don Bosco en París, tenemos que referir todavía algunos detalles de los más significativos. No pasó ni un día, sin ser invitado a su mesa por distinguidos señores, y él, imitando también en esto al Divino Maestro, aceptaba. Durante la comida todos tenían puestos los ojos en él; es más, hubo señores que no sólo le asignaron un lugar destacado para observarlo con toda comodidad, sino que colocaron incluso espejos y vidrieras, de modo que pudiesen contemplarlo sin que él se diera cuenta. Ordinariamente comía poco, lo que hacía exclamar: -íQué espíritu de mortificación! Un día le sirvieron el helado que llaman los italianos spumone (mantecado o helado esponjado). -Ya veréis cómo ((**It16.117**)) no lo tomará, murmuraban entre sí algunos comensales, o cortará una porcioncita para mortificarse. Pero él, que había oído todo, se sirvió una abundante ración. -Mirad, se dijeron unos a otros los primeros, lo hace así para que le tomen por goloso. Aprendimos este episodio de sus propios labios, ya que solía contarlo con toda ingenuidad a sus hijos, sacando de él una buena moraleja. -Ved, decía, cómo van las cosas de este mundo. Si uno goza de buena fama, todo lo que hace, se interpreta en buen sentido; si, en cambio, pasa por malo, sucede todo lo contrario. En cuanto a él, había incluso quien, acabado el banquete, bebía casi con devoción las últimas gotas de vino que quedaban en el fondo de su vaso, y después lo guardaba como reliquia. Muchos le presentaban objetos religiosos para que los bendijese y hasta plumas de escribir. Algunos llevaban plumas nuevas y pedían que se las ofrecieran a fin de que las usara, para recuperarlas después y guardarlas como reliquias. Compraban cualquier cosa que le perteneciese y pagaban por ella incluso altos precios. Un día se le presentó cierto señor pidiéndole que estampara solamente su firma en cincuenta estampitas, y así lo hizo él. Dos días después volvía el mismo señor para entregarle dos mil francos obtenidos por la venta de aquellos autógrafos. A veces se presentaban pobrecitos, suplicándole que escribiera su nombre sobre una estampita e iban después a venderla por cuarenta y cincuenta francos. Condescendía a sus peticiones a título de limosna. Una señora, (**Es16.105**))
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