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((**Es14.507**) Obispos de Francia enviaron rápidamente cartas al Presidente Grévy, recursos al Senado, llamadas al Ministro de Asuntos Exteriores, al Presidente de Ministros, demostrando con luz meridiana tres cosas, a saber: que los decretos del 29 de marzo eran un ultraje a la Iglesia, una intencionada y calculada ruina de los más sagrados intereses religiosos y una ofensa a la libertad de conciencia. Los jurisperitos no cejaron de actuar en el terreno legal. Pero todo fue como dar voces en el desierto; el despotismo de Gambetta y de los radicales ahogó el grito de la justicia ultrajada. La ejecución de los crueles decretos empezó el 30 de junio contra los jesuitas. De un extremo al otro de Francia, a las cuatro de la mañana, los Comisarios de Policía, escoltados por gendarmes y militares, irrumpieron en todas sus casas, derribando las puertas; expulsaron a viva fuerza a los religiosos, y pusieron los sellos de la República. No nos corresponde describir las escenas a que dio lugar la indignación de los buenos en los lugares donde se efectuó la expulsión, pero lo que no debemos callar es que los católicos de todo el mundo abrieron generosamente sus brazos a los expulsados. También don Bosco escuchó el impulso de su caridad. Es más, no aguardó a que se enconara la violencia ((**It14.595**)) para hacer lo que le dictaba el corazón. Convencido de que los Jesuitas serían inevitablemente los primeros en experimentar la violencia, inmediatamente después de la promulgación de los decretos, escribió al padre Beckx, General de la Compañía, diciendo que <>. El padre Beckx agradeció mucho <>, como él quiso llamarlo, añadiendo al darle las gracias 2: <<íQué hermosa es la caridad de Jesucristo! íQué bien la copió en sí mismo el querido san Francisco de Sales! íCuán dignamente llevan el nombre de tan caritativo Santo los que tan perfectamente heredaron su espíritu de caridad! Este es uno de los dulcísimos frutos que Dios, en su infinita sabiduría, sabe sacar de las persecuciones de los enemigos que permite sufran sus siervos; es decir, mueve a los buenos a tomar parte en las penas ajenas como si fueran suyas, y aliviarlas a costa de cualquier sacrificio. No sé si se presentará la ocasión de valernos de su generoso ofrecimiento, pero le prometo que no olvidaremos nunca su generosidad y que pediremos de corazón al Señor que, aun en esta vida, comience a darle el premio merecido, bendiciendo, acrecentando 1 Carta de don Bosco a don José Ronchail, Roma, 9 de abril de 1880. 2 Carta desde Fiésole, 5 de abril de 1880. (**Es14.507**))
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