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((**Es14.235**) los lectores, no solía ser insensible a los pronósticos de la Gazzetta. El 3 de septiembre, muy de mañana, una nube de guardias, de uniforme unos y de paisanos otros, cercó la casa y sus alrededores en donde se hospedaba Bedarida; oyóse después golpear a la puerta, como si alguien quisiera forzarla; pero la judía, despertándose sobresaltada y aterrorizada, fue víctima de convulsiones nerviosas. En poco tiempo, a la vista de aquel despliegue de fuerzas y de las habladurías que corrían, acudió gentío para asistir ((**It14.269**)) a un asalto. A eso de las nueve, llegaba de improviso un carruaje al Oratorio con el gobernador acompañado del fiscal general. Pidió hablar con don Bosco. El Siervo de Dios, que acababa de confesar, llegó a los diez minutos. El primer saludo del funcionario fue un reproche por haberlo hecho esperar tanto tiempo y allí mismo, al instante, le echó en cara la sospecha de que en aquel intervalo había corrido a prevenir y aleccionar a la joven. El Beato le indicó la casa donde vivía la judía, que estaba a dos pasos del Oratorio. Aquél, ceñuda y bruscamente se fue allí. No quiso más testigos que el magistrado. La muchacha no perdió el ánimo, sino que, recogiendo lo mejor que pudo sus fuerzas, hizo observar que había sido sometida ya a dos interrogatorios por el mismo motivo y no sabía explicarse por qué la sometían a otro. El Gobernador, que se imaginaba iba a ser recibido como un ángel libertador, se sintió muy contrariado ante aquellas palabras; pero la presencia del fiscal general le obligó a guardar cierta moderación. Cerciorado, pues, de la volundad de la doncella y de que ella había sido siempre libre, como lo seguía siendo, y que el escrito de ocho días antes se lo había, por así decir, arrancado su hermano sin que ella hubiese previsto las consecuencias, llamaron al padre, a un hermano y a una hermana de ella. Se parlamentó largo rato por ambas partes. Por fin, el gobernador auguró a los parientes que la muchacha volviera a su hogar para calmar el dolor de la familia. Pero el fiscal, con la mayor calma, hizo observar a los de su casa que, siendo como era mayor de edad, gozaba, de acuerdo con la ley, del derecho de elegir libremente su propia religión. A pesar de todo el gobernador se aferraba a la idea de separarla de las Hermanas. De nada valían las reiteradas protestas de Bedarida de que con ellas no había sufrido ni sufría violencia alguna; él se devanaba los sesos para persuadirla de que le convenía salir de allí y hospedarse en otro instituto. Evidentemente, la judería había encontrado en él a su hombre. -Yo no conozco más institutos que los de don Bosco, decía ella. (**Es14.235**))
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