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((**Es10.1008**) A mis queridos hijos y hermanos de la Sociedad de San Francisco de Sales. Ya va a comenzar el mes de mayo, que solemos dedicar a María, y quiero aprovechar esta ocasión para hablar a mis queridos hijos y hermanos y exponerles algunas cosas, que no pude decirles en las conferencias de san Francisco de Sales. Estoy convencido de que todos vosotros queréis perseverar a toda costa en la Sociedad, y trabajar, por consiguiente, con todas vuestras fuerzas para llevar almas a Dios, comenzando por salvar la vuestra. Para triunfar en esta gran empresa hay que empezar por emplear la máxima solicitud en practicar las reglas de la Sociedad. Pues no servirían de nada nuestras Constituciones, si quedaran guardadas en un cajón y nada más. Si queremos que nuestra Sociedad marche hacia adelante con la bendición del Señor, es indispensable que cada artículo de las Constituciones sea norma y guía de nuestro obrar. Pero quedan todavía algunas cosas prácticas, y muy eficaces, para alcanzar el fin propuesto, y entre ellas os indico la unidad espiritual y la unidad de administración. Por unidad de espíritu entiendo una deliberación firme y constante, de querer o no querer lo que el Superior piensa que sirve, o no sirve, para mayor gloria de Dios. Esta deliberación no se afloja nunca, por muy graves que sean los obstáculos que se oponen al bien espiritual y eterno, según la doctrina de san Pablo: Charitas omnia suffert, omnia sustinet. Esta deliberación induce al hermano a ser puntual en sus deberes, no sólo por el mandato que recibe, sino por la gloria de Dios, que quiere promover. De aquí se deriva la prontitud para hacer la meditación a la hora establecida, la oración, la visita al santísimo Sacramento, el examen de conciencia, la lectura espiritual. Verdad es que todo esto lo prescriben las reglas, pero si no se procura excitarse a observarlas por un motivo sobrenatural, nuestras reglas caen en el olvido. Una cosa que contribuye poderosamente a conservar esta unidad de espíritu es la frecuencia de los santos sacramentos. Hagan lo posible los sacerdotes para celebrar con regularidad y devotamente la santa misa; los demás procuren recibir la comunión lo más a menudo posible. Pero el punto fundamental está en la confesión frecuente. Procuren todos cumplir lo que las reglas prescriben con respecto a esto. Además es absolutamente necesaria una gran confianza con el Superior de la casa donde uno se encuentra. El gran defecto consiste en que muchos buscan cómo interpretar ((**It10.1098**)) torcidamente ciertas disposiciones de los Superiores, o las consideran poco importantes, y, entre tanto, aflojan la observancia de las reglas con perjuicio para sí mismos, disgusto de los Superiores y omisión o, por lo menos, descuido de lo que habría contribuido poderosamente para bien de las almas. Cada uno, pues, despréndase de su propia voluntad y renuncie al pensamiento de su utilidad personal; asegúrese únicamente de que lo que debe hacer sirve para la mayor gloria de Dios y siga adelante. Aquí, empero, surge la dificultad siguiente: hay casos, en la práctica, en los que parece es mejor obrar diversamente a como está mandado. No es verdad. Lo mejor es cumplir siempre la obediencia, sin cambiar nunca el espíritu de las reglas interpretado por el Superior respectivo. Por consiguiente, esmérense todos siempre por interpretar, practicar, recomendar la observancia de las reglas, y por cumplir con el prójimo todo lo que el Superior juzgare que es para mayor gloria de Dios y bien de las almas. Considero esta conclusión como el fundamento de una sociedad religiosa. Corre parejas con la unidad de espíritu la unidad de administración. Un religioso se propone practicar lo que dijo el Salvador, es decir, renunciar a cuanto tiene o (**Es10.1008**))
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