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((**Es1.39**) muerte y la sepultura de cada individuo, lo mismo que las alegrías, los dolores y las miserias están siempre unidas al recuerdo del buen Pastor. El conoce los secretos de todos y su ministerio divino le coloca por encima de todos. La muerte de un párroco se siente como la pérdida del jefe de familia y troncha relaciones, confidencias, asuntos delicadísimos, a veces, de forma irreparable. Dado lo aciago de los tiempos, los cristianos más fervorosos pensaban quién podría ser el sucesor del vicario difunto. Ya había sido promulgado el nuevo código, compilado por Napoleón, ((**It1.27**)) al cual él mismo llamaba arma poderosa contra la Iglesia. En Italia surgían por todas partes y se propagaban las logias masónicas, favorecidas por el gobierno imperial. Se dispersaba a los religiosos; se cerraban los conventos, a los que acudían los fieles con tanta confianza; se confiscaban y vendían los bienes eclesiásticos. Los desórdenes morales crecían en las poblaciones y no surgía casi ninguna vocación eclesiástica. La libertad de culto concedía al error los mismos derechos irrenunciables que a la verdad; se abolían las inmunidades eclesiásticas; se prescribía en los seminarios la enseñanza de las máximas galicanas, que atentaban contra los sagrados derechos del Romano Pontífice; leyes especiales y severísimas se dictaban contra los miembros del clero que desaprobaban algún acto del Gobierno; los obispos eran considerados como servidores del Emperador y se sustraían de su vigilancia las escuelas, para que las mentes juveniles fueran empapándose de los ideales e intenciones políticas y de las aberraciones religiosas de quién regía el Estado. Pío VII seguía prisionero en Sanova. Además de estas dificultades de orden general, había otras inherentes al oficio del párroco, que había de ser hombre de gran prudencia y celo apostólico. Se le obligaba a difundir y explicar un catecismo complicado por orden de Napoleón para todas las diócesis del Imperio: catecismo lleno de inexactitudes, de máximas heréticas, de añadiduras taimadas, con no pocas omisiones; catecismo que indirectamente atribuía al Soberano autoridad, aun en materia religiosa. El párroco no podía predicar, ni directa ni indirectamente, contra otros cultos autorizados por el Estado. Se le prohibía bendecir el matrimonio de quien no lo hubiera contraído antes civilmente. Los mienbros de la administración de los bienes parroquiales necesitaban la aprobación por parte del gobierno. El obispo, si bien consevaba el derecho de nombrar e instituir al párroco, no tenía poder para darle la institución canónica, antes de que el nombramiento, mantenido en secreto, no hubiera sido presentado ((**It1.28**)) a la aprobación imperial, a través del ministro del culto.(**Es1.39**))
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