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((**Es1.239**) la observancia de las reglas: se propusieron promover la observancia de las leyes canónicas y quitar los abusos que se hubieran introducido en el clero, con un reglamento al efecto para todas las diócesis: determinaron poner la enseñanza de la teología bajo la sola dirección del obispo, fundar pequeños seminarios, erigir cátedras de enseñanza pública, dejando sólo a la universidad las facultades de leyes, medicina, cirugía, e introducir en las ciudades y pueblos los Hermanos de las Escuelas Cristianas, las Hermanas de San José, las Hijas de la Caridad. ((**It1.284**)) Pero esta Delegación Apostólica, ya desde los comienzos, contaba con la contradicción del Senado del Piamonte, que rehusó reconocerla y publicar las letras apostólicas que la crearon. En 1835 la comisión civil para la revisión de los libros no quiso someterse a los revisores eclesiásticos. Esa comisión no permitía prensa o escritos en los que se enseñara la impiedad o se ofendiera la moralidad; pero prohibía enseñar que los obispos dependían de la Santa Sede: proscribía los autores que combatían las ideas galicanas y sostenía los derechos de la Iglesia: toleraba todo lo que favorecía las máximas de la filosofía moderna, tanto en materia de religión como en política, impidiendo la difusión de los libros que impugnaban tales errores. El rey Carlos Alberto, religioso de mente y de corazón, tenía sentido práctico, nobleza de ideas, era exactísimo en las prácticas de piedad, riguroso consigo mismo, conocía las perfidias que se ocultaban en las adulaciones; sin embargo, por su inclinación a los términos medios y sus aspiraciones a un reino italiano, no había roto por completo con los hombres de la revolución, con los cuales guardaba buenas relaciones desde joven. Ponía como ministro a De la Tour y más tarde a Solaro la Margherita, sinceramente católicos; pero admitía también en el gabinete a los liberales Villamarina y Barbaroux, los cuales, fácilmente descuidaban los concordatos establecidos con la Santa Sede, y las leyes, disposiciones y reglamentos sobre materias eclesiásticas que en diversos tiempos habían promulgado los soberanos saboyanos. Compartían sus opiniones muchos teólogos, los cuales habiendo aprendido falsos principios de derecho canónico de los doctores cesaristas de la universidad, en vez de ser los naturales defensores de las razones de la Iglesia, desgraciadamente se convertían en sus impugnadores. Este era un gran mal, profundamente ((**It1.285**)) arraigado. Pero don Cafasso era el hombre destinado a poner remedio, continuando la obra empezada por el teólogo Guala en el convictorio de San Francisco de Asís. Como profesor de moral (**Es1.239**))
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