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((**Es9.851**) enfermería lo recelaban, al extremo de que el joven José Beauvoir, que se encontraba allí de paso, manifestó su propio recelo en voz baja, pero fue oído por Torazza. Y no tardó en reponerse, mientras aquel fámulo se ponía en cama y al poco moría, antes del día fijado para el ejercicio de la buena muerte en aquel mes. Con este testimonio termina la exposición de cuanto nos fue dado para estas Memorias, con relación al año 1870. Con verdadera pena carecemos de toda alusión a cuanto dijo don Bosco para felicitar el Año Nuevo. Suplimos copiando la introducción de El Hombre de Bien, para el año 1871. El Hombre de Bien a sus amigos Hola, mis queridos amigos; heme aquí de nuevo ante vosotros por la decimonovena vez. Creía yo que este año, y tal vez lo esperabais también vosotros, iba a presentarme vestido de fiesta, adornado con flores, como nunca lo hice en el pasado, y ello en reconocimiento al mucho bien que llevará al mundo entero el Concilio Ecuménico, con la definición de la infalibilidad del Papa. En cambio he tenido que rasgarme las vestiduras, dejarme crecer la barba, vestir de luto mi coleta, con motivo de los acontecimientos que todos conocéis y porque ((**It9.961**)) no toleraré jamás que se diga que El Hombre de Bien ríe, mientras lloran millares de hermanos suyos; porque son hermanos de El Hombre de Bien tantos desgraciados como cayeron víctimas de las horribles ametralladoras. Si lo recordáis, yo os lo había repetido muchas veces; que si no se dejaba de cometer pecados, y de blasfemar, que si no se santificaba más el día de fiesta, que el Señor ha querido reservado para El, las cosas iban a ir mal y sucederían serias desgracias. Les parecía a muchos que anunciaba cosas raras, que predicaba en desierto, y siguieron viviendo como si Dios no existiera, ni se cuidara de nosotros, y ahora palpamos las tristes consecuencias. Dígase lo que se diga, la guerra es un tremento castigo del Señor. Felices los pueblos que saben mantenerse lejos de ella; se ahorran muchas lágrimas, porque son inmensos los daños que acarrea la guerra: víctimas, sangre, familias de luto, pérdida de las cosas más queridas, negocios destruidos, quiebras, carestía, hambre, desolación de todo género. Todos estos males, muchas veces podrían evitarse escuchando los consejos de un hombre de bien. Escuchad. No ha mucho, hubo un hombre dotado de carácter singular y ciertas cualidades muy suyas. Tenía la nariz afilada y percibía el olor de la pólvora desde lejos. Era extraordinariamente tímido, temblaba como una hoja al disparo de un fusil y empezaba a agitarse un mes antes de que disparara el cañón. Le parecía de continuo oír silbar en sus oídos una bala, que quince años antes le había arrancado la coleta. Habiendo oído que un rey y un emperador querían hacerse la guerra, pensó ofrecerse como intermediario para ponerles en paz o convencerlos de que hicieran una guerra pero que no produjese muchos daños. Se vistió con sus mejores galas, se perfumó la coleta, que ya le había crecido mucho, se presentó en medio de los beligerantes y, con la elocuencia de Demóstenes y de Cicerón, intentó hacerles desistir de su cruel empeño de guerrear. Pero de nada sirvieron sus razones. Entonces, con el rostro enrojecido, dijo en alta voz: (**Es9.851**))
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