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((**Es9.790**) admirables, como la Constitución Doctrinal De Fide y la De Ecclesia Christi, con el capítulo tan controvertido sobre la infalibilidad del Papa. El Concilio no se había reunido en vano. Ahora podía prorrogarse con tranquilidad, a la espera de mejores tiempos. Y se cumplían, así nos lo parece, aquellas palabras de la visión de don Bosco: Las potencias del mundo vomitarán fuego y quisieran que fueran ahogadas las palabras en la garganta de los guardianes de mi ley; pero no será así. Harán mal, mal a sí mismas. En efecto, una vez proclamado el dogma, Austria abolía enseguida el Concordato con la Santa Sede; Baviera animaba a D”llinger a proclamar el cisma de la Viejos Católicos; Italia ordenaba a los magistrados que vigilaran a los obispos y a los párrocos y encarcelaran y multasen a quien ofendiera las instituciones nacionales al publicar la constitución dogmática de la infalibilidad pontificia; Francia retiraba su guarnición de tropas de Civitavecchia y Prusia autorizaba a Víctor Manuel para que entrase en Roma. ((**It9.891**)) Estos sucesos parecía que daban la razón a los que se oponían a la oportunidad de la definición, porque figuraba entre sus argumentos el temor de que las potencias europeas se asombrarían por ello. Pero no era esta razón suficiente para callar la verdad. Dios, al surgir de los nuevos tiempos, en los que la libertad de pensamiento urdiría asechanzas hasta en la mente de los sacerdotes, había querido la definición. Por otra parte, los sucesos que acontecieron demostraron que la guerra encarnizada contra la divina institución de la Iglesia no cesaría de recrudecerse en cualquier caso. Y hay un hecho providencial digno de nota. El 18 de julio de 1870 tenía lugar la solemne definición, y al día siguiente, 19 de julio, Napoleón III declaraba la guerra al Rey de Prusia. Hasta aquel momento la mano de Dios había contenido la terrorífica borrasca, pero, cumplido su decreto, permitía que se desencadenase. Todos los obispos, hasta los de la oposición, y los que ya no estaban en Roma, habían respondido ícreo! a la voz del Papa y volvían a sus sedes. Algunos pasaron por el Oratorio. Así lo atestigua don Francisco Dalmazzo: <> Uno era el franciscano monseñor Luis Moccagatta, de Castellazzo de Alessandria, Obispo titular y Vicario Apostólico en China. (**Es9.790**))
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