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((**Es9.731**) ...Ayer, 15, a las cuatro de la tarde, el incomparable amigo don Bosco, nos daba a otros queridos compañeros y a mí, una gran satisfacción. Nos introdujo en el Vaticano, con la intención de conseguirnos una audiencia particular del Padre Santo, antes de que salíera de su apartamento prívado. Míentras se entretenía un poco con la muchedumbre de personajes que estaban en las antesalas, he aquí que un monseñor avisó que todos se arrodillaran. Salió Pío IX de su habitación, con capa roja galonada, sotana, faja y roquete blancos, acompañado por dos prelados, uno de los cuales sostenía su sombrero rojo y el otro pronunciaba los nombres de cada uno de los admitidos a la audiencia. Pío IX dio una vuelta por la sala, dirigiendo a todos una palabra afectuosa, dando a besar el anillo que llevaba puesto y preguntando a cada uno qué deseaba. Terminada la vuelta, se colocó en medio de la sala y, en latín, en alta voz, bendijo a los presentes, a todos nuestros seres queridos y a las personas y objetos recomendados. Para don Bosco la pausa había sido más larga; y demostró a todos, que se maravillaban, lo muy querido que le era... Parece imposible, de no verlo con los propios ojos y oírlo con los propios oídos, el aprecio y la devoción que don Bosco goza en toda Roma de toda suerte de personas: del Papa, cardenales, prelados, senadores, príncipes, ciudadanos de toda categoría y condición. Su nombre es conocido no sólo en la ciudad, sino hasta en los alrededores. Antesdeayer tuvo que salir a toda prisa para visitar a un enfermo, a quince millas de Roma. Adonde quiera se sepa que ha ido, es asediado inmediatamente por tal multitud de gente que no le dejan ni respirar. Reza el breviario casi siempre a las once de la noche. Si se quiere tener la seguridad de verle y decirle dos palabras, hay que hacerlo cuando se levanta de la cama, como me ha sucedido a mí varias veces... Sin embargo, no recibió de los romanos los agasajos de la vez anterior. No aseguraba la incolumidad de Roma; más bien, daba a entender, con palabras prudentes, la posible ocupación de Roma por el Piamonte. En cambio, muchos prelados, en especial los pertenecientes a la nobleza romana, consideraban esto como imposible ((**It9.823**)) y confiaban en el veto de algunas potencias, y hasta se ilusionaban con alguna intervención directa del cielo. Sostenían con aplomo que la revolución no llegaría a la ciudad eterna; y que, si así fuere, no se afianzaría, y todo volvería a quedar en paz, en el término de pocos meses. Por lo mismo les sonaba mal el nuevo modo de hablar de don Bosco. El, como ya hemos dicho, les había asegurado en 1867 que no se daría ningún cambio político en Roma, pero sus palabras se referían a los temores de aquel año. Los romanos, en cambio, las habían interpretado en sentido general. Estaban obcecados y no querían perder aquella confortadora esperanza. En consecuencia, empezaron a mirar al Venerable con desconfianza; y él, al verse en peligro de ser tomado por profeta de mal (**Es9.731**))
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