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((**Es9.605**) se empeñó en romper el contrato, y el Cardenal Protector de las Barberinas amparaba las razones con que las monjas se oponían a la venta. El Venerable, informado de todo, escribió al Cardenal esta atentísima carta: Eminentísimo Señor: Ruego a V. E. Rvma. que generosamente me perdone, si añado una nueva molestia a sus muchas ocupaciones. Léame con bondad y dignese luego darme el consejo que a V. E. parezca mejor para gloria de Dios, respecto a la proyectada adquisición del local de San Cayo, junto al venerando Monasterio, llamado de las Barberinas. El pasado mes de enero exponía yo al Padre Santo el deseo de abrir un centro de estudios en Roma para los clérigos de nuestra Congregación. El Padre Santo mostró su agrado por ello, me sugirió dicho local y encargó a monseñor Franchi que se ocupara de la venta. Antes de dar un solo paso me presenté a las monjas, pidiéndoles su parecer. Respondieron que, aunque sentían hacer aquella venta, se veían obligadas a el lo por las dificultades económicas que atravesaban y que, a la vista del destino totalmente religioso que se iba a dar a la iglesia y a la casa aneja, me preferían a mí a cualquier otro que se presentara. Acudí entonces al citado monseñor Franchi y le pregunté si realmente estaba en venta aquel local, si no había aún gestiones pendientes. Respondió que se había tomado la decisión de efectuar aquella venta, y que no había compromiso con nadie. Preguntado si bastaba tratar con él, añadió que él era el encargado de ello y que, a su tiempo, él mismo hablaría con el Cardenal Protector. Con tarjeta de este prelado visité el local, se habló del precio, la última petición fue de cincuenta mil liras, que yo acepté, y en ((**It9.679**)) señal de cierre del contrato, me dieron los planos del local; se establecieron los plazos y épocas de pago y se dio por definitivamente cerrado el contrato. De boca del mismo monseñor Franchi supe entonces que V. E. era el Cardenal Protector; de acuerdo con él quise hablar con V. E. Rvma. y, a tal fin, me trasladé varias veces a su respetable casa. Pero las muchas ocupaciones de V. E. y mi ignorancia de las horas más oportunas para ello, impidieron el deseado coloquio. Entre tanto, como quiera que algunos asuntos urgentes me reclamaban en Turín, firmé unos poderes a monseñor Manacorda para cuanto hubiera que hacer en el contrato de San Cayo. Además, contando con las ofertas de algunos caritativos señores y un poco más de dinero allegado de otro modo, se podía pagar la escritura en cualquier momento. Así las cosas, parecía que el contrato estaba definitivamente cerrado y yo me creí hasta la fecha legalmente vinculado. Algunas voces indeterminadas me hicieron suponer que las monjas temieran el griterío de los muchachos, pero no había que temer eso de los clérigos estudiantes. Se adujo el protectorado del príncipe Barberini; pero, con el traspaso de la propiedad, igualmente se hubieran podido conservar ilesos los derechos de ese excelente y caritativo señor. Hubo quien dijo que V. E. se había disgustado con este contrato porque no se le había comunicado a su tiempo, como se debía; y esto me desagrada porque habría sucedido sin quererlo, y contra mi buena voluntad, que deseaba ardientemente complacer (**Es9.605**))
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