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((**Es9.371**) Imaginad una procesión solemne; por ejemplo la del Corpus. En medio de una multitud espectadora y devota, avanzan las filas ordenadas de cofradías, órdenes religiosas y clero secular. Aparece una cruz procesional, sencillamente plateada, y el pueblo le hace una reverencia; lo mismo sucede con la segunda cruz, adornada con flores y de la que pende un precioso estandarte. Pasa después un crucifijo alto, con la imagen del Salvador, obra insigne de arte, con la madera decorada de perlas y de nácar, con cercos de plata y las extremidades refulgentes de metales preciosos; viene detrás otro crucifijo, tallado toscamente, con el madero, al que va clavada la imagen, pintado de azul y amarillo, y el pueblo rinde honor, sin distinción al uno del otro. Se adelanta la cruz negra de los capuchinos, con una sábana blanca pendiente del madero transversal; y después, cruces procesionales de plata, de oro, adornadas con piedras preciosas, y la gente inclina la cabeza a todas, sin hacer ninguna distinción. En estas cruces no ve más que la imagen del Salvador: así debemos nosotros mirar, sin distinción, a todo compañero. Cada uno de ellos lleva consigo la imagen y semejanza de Dios. Es cuerpo de Jesucristo, miembro unido a miembro. Todos somos ciudadanos del cielo, donde esperamos a nuestro Salvador Jesucristo, el cual vendrá un día a transformar nuestro cuerpo, vil y abyecto, en un cuerpo incorruptible, libre de miserias y enfermedades, de las que somos objeto en la vida presente. El, con su divino poder, convertirá nuestro cuerpo en glorioso como el suyo. He aquí los motivos del respeto y de la caridad recíproca. La cruz de Jesús es siempre cruz, aun sin adornos; desde ella se nos repite: Hoc est praeceptum meum, ut diligatis invicem, sicut dilexi vos (Este es mi precepto, que os améis unos a otros, como yo os he amado). 5 de noviembre de 1868 Habló don Bosco de la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía y dijo cómo Napoleón, desterrado en la isla de Santa Elena, dio solemne testimonio de esta verdad católica. Le gustaba a Napoleón en aquella soledad, entretenerse hablando de religión con algunos de sus oficiales, allí deportados también por los ingleses. Un día cayó la conversación sobre la presencia real de Jesucristo en la Santísima Eucaristía. Uno de los que escuchaban se mostraba reacio a aceptar el dogma y se inclinaba a tener por verdadera la herética opinión de Calvino, a saber, que la Eucaristía no es más que un símbolo del Cuerpo de Jesucristo; y Napoleón le contestó: -No es posible que Jesucristo nos haya dado solamente una figura, una señal, un recuerdo de su cuerpo en aquel solemne momento. Un hombre cualquiera, yo, por ejemplo, si me viera morir y quisiera dejar ((**It9.403**)) a mis más queridos amigos un recuerdo, dejaría lo más valioso que me perteneciera. Ahora bien, como vosotros sabéis, Jesucristo era Dios y ciertamente podía dejar a sus files algo más valioso que lo que yo pueda dejar. Por tanto, El nos ha dejado realmente su cuerpo, porque de otro modo no nos habría dejado nada extraordinario, si hubiera dado a sus queridos discípulos lo que vosotros decís. Debía dejar un don real, divino, como lo expresan sus palabras, con las que lo había prometido, y realmente nos lo dejó. 6 de noviembre de 1868 Después de las oraciones de la noche dijo don Bosco a los sacerdotes, clérigos y jóvenes que iban a vestir la sotana, reunidos en el comedor. (**Es9.371**))
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