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((**Es8.592**) sitios llueven ahora cartas de invitación. >>Condescenderá don Bosco? No lo sé, no puedo saberlo y, aun sin saberlo, creo que ni el mismo don Bosco lo sepa. El otro día se presentó en casa un buen señor que venía de un pueblo, a más de cincuenta millas de distancia, solamente para ver a don Bosco y escuchar una palabra de sus labios. Alcanzado su deseo, volvióse la mar de satisfecho a su pueblo sin querer quedarse para nada en Roma. -He visto a don Bosco me decía; y me basta. Bendito sea; íque viva feliz! Los familiares del Conde nos han dado otra broma: prepararon ocho pares de calcetines para don Bosco y tres para mí íy de qué clase! Y esto como recuerdo y en prenda de los servicios que nos han prestado durante el tiempo de nuestra estancia. Son finezas inimaginables. Todos están apenados por nuestra partida. íSi pudiesen acompañarnos! Me envidian y os envidian cordialmente a todos vosotros por la suerte de poseer a don Bosco. íOjalá que al escuchar su palabra nos aprevechásemos todos de su presencia! Ayer por la tarde, hacia las seis, cenaba don Bosco en casa de la condesa Calderari. Asistían a la mesa muchos señores de la nobleza, cuando llegó un camarero con una carta de la marquesa Villarios dirigida a don Bosco. Tomóla éste y leyó: <>. Don Bosco leyó, dobló la carta, con toda tranquilidad, y prosiguió la cena. Después, dio audiencia a diversas personas. Don J. B. Francesia, ((**It8.697**)) impaciente, le tiraba de la sotana diciéndole: -Vamos, don Bosco. íSe trata de salvar una alma! íDése prisa! Don Bosco le respondió: -íNo lo dudes, le veré! A las siete de la tarde se encaminó hacia aquella casa y llegó junto al lecho del enfermo. íQué escena más conmovedora, querido amigo! Tenía aquel joven tal palidez de muerte en su rostro, que apenas se distinguía de las almohadas en que apoyaba su cabeza. Sus ojos brillaban con el ardor de la fiebre. Daba lástima y casi repulsión. Sólo una lamparilla iluminaba la estancia. Cuando vio el joven entrar un sacerdote, adivinó de quien se trataba y se alzó sobre el codo. -íAh, don Bosco!; exclamó. Y con la mano que le quedaba libre, buscó la de don Bosco, se la estrechó, la besó y lloró. Haciendo un esfuerzo, alargó los dos brazos al cuello de don Bosco, que se había inclinado para decirle una palabra, repitiendo: -íConfiéseme, don Bosco, confiéseme! Su madre no hallaba palabras para expresar su alegría por la llegada de don Bosco, y el hijo demostraba la suya teniendo siempre entre sus manos la mano salvadora del buen Siervo de Dios. Todos se retiraron y al cabo de media hora salió don Bosco de la habitación. La madre que lo esperaba llorando en el salón, le dijo: (**Es8.592**))
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