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((**Es7.300**) bien el ejercicio de la buena muerte, porque un alumno de la casa moriría antes de repetir otra vez este piadoso ejercicio. -El interesado está aquí presente entre vosotros, dijo, y siempre me esquiva; está lejos de mí. He intentado hablarle de su alma, mas nunca lo he logrado. Y, sin embargo, vendrá un día en que me llamará y yo no estaré. En los últimos momentos buscará a don Bosco y no lo encontrará. En vano lo deseará, porque en aquel instante se encontrará lejos y morirá sin verle. Necesitaría hablarle para ayudarle a hacerse bueno en este poco tiempo, mas no se deja ((**It7.348**)) ver. Pero yo pondré junto a él un ángel custodio que me lo conducirá y se colocará a su lado sin que él lo advierta. El no sabe ni quiere saber nada de morir, pero la sentencia es ésa y no se cambiará. Nosotros le prepararemos, le avisaremos. Se celebran en este mes la fiesta de la Inmaculada y la de Navidad; son dos oportunidades y esperamos que en la una o en la otra se dejará prender para hacer una buena confesión. Pero recuerde éste muy bien, que el ejercicio de la buena muerte del próximo mes no tendrá tiempo para hacerlo. Al día siguiente, no se hablaba en el Oratorio más que de esta profecía, que había impresionado enormemente a todos. Don Bosco, en tanto, encargó al estudiante y enfermero Francisco Cuffia que anduviese prudentemente alrededor de Alberto, para vigilarle e intentar inducirlo a recibir los sacramemtos: más aún, a hacer que se confesara lo antes posible, pues tal vez no llegaría a tiempo. Cuffia entendió el secreto que se le confiaba, procuró cumplir su papel de ángel custodio, pero vió que caían en el vacío sus recomendaciones e invitaciones. Alberto, a pesar de aquel terrible anuncio, vivía tranquilo. Razonaba así: -Se asegura que don Bosco es un profeta: ahora bien, él ha dicho que el que debe morir le será presentado por alguien, a quien él mismo avisará; pero yo no me dejaré atrapar, no me dejaré conducir ni avisar; por tanto, no soy yo el que debe morir. Consiguió en efecto su desgraciado propósito. Don Bosco no logró encontrarlo, ni verlo, ni decirle una sola palabra en todo el mes. Pasó la fiesta de la Inmaculada, pasó la de Navidad y Alberto no pensó en cambiar de vida, ni se confesó. El ejercicio de la buena muerte, según la antigua costumbre, se hacía el primer día del año. Don Bosco estaba alerta; esperaba al menos acercárselo en los últimos instantes, cuando he aquí que la duquesa de Montmorency, insigne bienhechora del Oratorio, para complacer al párroco de Borgo Cornalense, aldea de su propiedad y residencia, le invitó a (**Es7.300**))
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