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((**Es6.617**) ((**It6.818**)) El me replicó: -Despacio. Si quiere que yo le dé el aguinaldo para sus jóvenes, vaya primero a decirles que preparen y ajusten bien sus cuentas. Nos encontrábamos a la sazón en una gran sala, en medio de la cual había una mesa. Don José Cafasso, Silvio Pellico y el conde Cays fueron a sentarse junto a ella. Yo, para obedecer al primero, salí de la habitación y fui a llamar a mis muchachos, que estaban fuera, haciendo cada uno una suma en un papel que tenían en la mano. Los jóvenes comenzaron a entrar en la sala uno por uno, llevando consigo sus papeles en los que se veían muchas cantidades para sumar; y presentándose a los mencionados personajes, les enseñaban sus cuentas. Aquellos señores comprobaban el resultado, y si la suma era exacta y los números estaban claros, se los devolvían a cada uno. Pero si las cifras estaban emborronadas ni se dignaban mirarlas. Los primeros representaban a aquéllos que tienen sus cuentas ajustadas; los segundos, los de conciencia embrollada. Estos últimos eran bastante numerosos. Los que salían con sus cuentas aprobadas marchaban contentos de la sala y se dirigían al patio a jugar; los otros, en cambio, se iban tristes y angustiados. Una gran multitud de jóvenes esperaba a la puerta de aquel salón con el papel en la mano a que le llegase el turno. Largo tiempo duró esta tarea, hasta que finalmente no se presentó nadie. Parecía que habían desfilado por allí todos los jóvenes, cuando don Bosco, al ver a algunos que estaban esperando y no se presentaban preguntó a don José Cafasso: -Y éstos que hacen? -Estos, replicó don José Cafasso, no tienen ningún número escrito en el papel, por tanto no pueden hacer ninguna suma; pues aquí se trata de saber el total de lo que se posee, de lo que se ha hecho. Por eso estos jóvenes deben ir primero a llenar el papel de números y que vengan después, que entonces podrán hacer la adición. De esta manera terminó aquella gran visión de cuentas. Entonces salí de la sala con los tres personajes, y me dirigí al patio, donde vi un gran número de jóvenes: eran aquéllos cuyos papeles estaban llenos de cifras colocadas en orden. Se entretenían en correr, saltar y jugar en medio de una alegría extraordinaria. Eran tan felices como otros tantos príncipes. No os podéis imaginar la alegría que yo experimentaba al verlos tan contentos. Pero había cierto número de jóvenes que no participaban en los juegos de los demás, sino que se distraían, contemplando a sus compañeros. Estos no parecían muy alegres. Entre ellos, había unos que tenían una venda en los ojos, otros ((**It6.819**)) una densa niebla, otros una nube oscura alrededor de la cabeza. Algunos echaban humo por la cabeza, otros tenían el corazón lleno de tierra, otros vacío de las cosas de Dios. Yo los vi y los conocí perfectamente; de forma que podría nombrarlos uno a uno, desde el primero al último. Entretanto me di cuenta de que en el patio faltaban muchos de mis muchachos y dije, para mis adentros, después de haber reflexionado un poco: Dónde están aquéllos que tenían el papel completamente en blanco? Mirando hacia una y otra parte, al fin fijé la vista en un rincón del patio y íoh, terrible espectáculo! Vi a uno de los jóvenes tendido en el suelo y pálido como la muerte. Otros estaban sentados sobre un escaño bajo y sucio, otros echados sobre un jergón de paja, otros tirados sobre el desnudo suelo, otros recostados sobre las mismas piedras. Eran todos aquellos que no tenían sus cuentas ajustadas. Les aquejaba una grave enfermedad que les afectaba bien a los ojos, a la lengua, a los oídos; los (**Es6.617**))
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