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((**Es6.131**) prestar sus servicios los coadjutores de la parroquia. El caballero Occelletti sufragaba todos los gastos del Oratorio, en el que era incansable catequista y asistente; y los hijos de don Bosco siguieron llevando siempre la dirección espiritual del mismo. ((**It6.162**)) Hemos dicho que los oratorianos habían disminuido los domingos, pero hay que hacer notar que su número volvía a aumentar en la época de la catequesis diaria cuaresmal, pues al no asistir los alumnos internos, ellos llenaban la iglesia de san Francisco. Así las cosas, se apiñaban en ella, también los domingos, cuantos podían caber, y resultaba un espectáculo digno de admirar, como afirmaron ilustres prelados. Cierto día entró de improviso en la iglesia monseñor Sola, Obispo de Niza, a tiempo que se daba el catecismo. Contempló conmovido aquella multitud, se adelantó, tomó el libro de la Doctrina Cristiana de las manos de un catequista y él mismo siguió explicándola a los chicos. Lo mismo hicieron otros obispos en diversas circunstancias con gran contento de los hijos del pueblo. Don Bosco iba en busca de éstos y rara vez volvía a casa solo, especialmente los sábados por la tarde. De intento pasaba por los lugares donde más fácilmente podía topar con ellos. Mas aún, en los alrededores del Oratorio, como le eran conocidos, entraba en los patios y en las mismas casas, preguntando afablemente a las madres: -Tenéis hijos para vender? Y les rogaba que los dejasen ir con él. De este modo iba juntando un buen grupo de acá y de allá y los persuadía para ir a confesarse. Después se los llevaba al Oratorio, les daba unas lecciones de catecismo, los confesaba, se informaba de su situación con palabras y hechos, proveía al bien de sus almas. Siguió dedicándose a estas cacerías espirituales hasta 1864, es decir, hasta que el gran número de alumnos internos de la casa no le permitió este apostolado. Pero nunca olvidaba a los jovencitos obreros, que ((**It6.163**)) habían dejado el Oratorio festivo o no aparecían por él más que de tarde en tarde. Con éstos, y particularmente con los que sabía que se hallaban en algún peligro y descuidaban los asuntos del alma, tenía un trato singularmente amable, casi inimitable. Al encontrarse con alguno de éstos, después de haberse entretenido un ratito con él acerca de su oficio, salud, familia, se despedía con una dulzura que robaba el corazón, diciéndole: -íVen otro rato a verme! El muchacho comprendía en seguida, prometía y esperaba. Don Bosco siempre estaba dispuesto a confesarlos todas las veces que se (**Es6.131**))
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