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((**Es5.431**) aprecio. Habiéndole encontrado por las calles de la ciudad y deseando hablar confidencialmente con él, le invitó para que fuera a Fassolo a visitar el colegio o seminario de Misiones Extranjeras. Lo había construido el marqués Brignole-Sale, junto a la casa e iglesia de los Lazaristas, dotándolo de la renta suficiente para el sostenimiento del profesorado y veinticuatro seminaristas. Don Bosco aceptó gustoso, porque le interesaba mucho todo lo referente a las misiones, y fijó el día. Acudió el Padre Pirotti aquella mañana una y otra vez a la portería para saber si don Bosco había llegado o estaba para llegar, impaciente por hablar con él. Sonaron las doce del mediodía y tuvo que ir a comer. Y en esto que llegó don Bosco, retrasado por sus muchos asuntos y, quizás también porque no había previsto lo largo del camino hasta Fassolo, situado en las afueras al oeste de Génova. Preguntó, pues, al portero por el reverendo Pirotti. -Está comiendo, le contestó. ((**It5.606**)) Don Bosco pidió verlo: -No se puede, va contra el reglamento. -Bueno, pida permiso al Superior. Hágame este favor. El padre Pirotti desea hablar conmigo y me ha invitado a venir aquí. -Espere a que acabe de comer, replicó el arisco portero. -No puedo esperar; tengo muchos quehaceres en la ciudad y a hora señalada. Tenga por lo menos la bondad de anunciarme. Soy don Bosco. El portero, ya fuera por capricho o por no molestarse, ya fuera porque el humilde aspecto de aquel sacerdote no le demostraba una gran categoría, permanecía inflexible. Aunque contra su voluntad, don Bosco tuvo que marcharse. Cuando el reverendo Pirotti terminó de comer, corrió a la portería y, con gran disgusto, supo que don Bosco había llegado, pero no se lo habían comunicado. El sinsabor que se llevó fue tal, que, años después, siendo superior en la casa de Sarzana, se lo comunicaba a don Pablo Albera, lamentando haber perdido, por culpa del portero, la preciosa ocasión de hablar con don Bosco. Pero el buen siervo de Dios no le olvidaba y, de vez en cuando, le recordaba con cariño. Después de tres o cuatro días de ausencia volvió a Turín, donde recibió una de aquellas gratas sorpresas que frecuentemente solían prepararle sus bienhechores. Escribió sobre ella al conde Pío Galleani d'Agliano. (**Es5.431**))
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