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((**Es5.192**) Domingo Savio escribió estas palabras en un trozo de papel: íPido que salve mi alma y me haga santo! Día señalado por la caridad fue también el de la fiesta solemne de San Luis, para la cual hizo litografiar cuatro mil estampas del angélico joven. Fue nombrado Mayordomo el marqués Fassati, y el noble señor quiso proporcionar a los muchachos una alegría extraordinaria. Por la tarde de aquel día, que coincidió con el primer domingo de julio, después de la función religiosa, regaló pan y salchichón para todos los que acudieron al Oratorio, que, juntamente con los externos, pasaban de ochocientos. Y como era muy generoso, quiso que las rodajas de salchichón fueran grandes; así que era gracioso ver a los muchachos que, después de recibir su ración, la ponían ante los ojos y, mirándola, gritaban llenos de júbilo: No se ve Superga, no se ve Superga. Es ésta una frase familiar para denotar el grosor ((**It5.258**)) de una raja de salchichón o de queso: si al través se ve Superga, colina al nordeste de Turín, es señal de que es muy fina y transparente; si no, es prueba de que es gruesa y opaca y hay donde hincar bien el diente. Así era precisamente aquélla con la que les obsequiaba el buen Mayordomo. Este y muchos otros actos caritativos, realizados hoy por uno, mañana por otro caballero del señorío de Turín, servían de eficaz acicate para que los chicos externos asistieran a la catequesis y a las funciones religiosas del Oratorio. Descubrían en ello el cumplimiento de la sentencia del Santo Evangelio: Buscad primero el reino de Dios y su justicia y todo lo demás se os dará por añadidura. Recibiendo de cuando en cuando esta añadidura acomodada a su índole, se entregaban, más a menudo y con más gusto, a las cosas de Dios y de su alma, se afianzaban poco a poco en la religión, se fortalecían en la virtud y se hacían buenos cristianos y honrados ciudadanos. Pero después de todas estas alegrías llegó un nuevo contratiempo. El 29 de junio instaba el Ministro de Instrucción Pública, Juan Lanza, al Delegado provincial de enseñanza para que urgiera la ley de los títulos de maestro, por la que se prohibía enseñar a quien (hombre o mujer) no se sometiese a un examen y saliera aprobado por el Gobierno; y no se hicieran en adelante excepciones para las monjas, cuyas escuelas deberían estar bajo la inspección de la Autoridad civil. Era un nuevo obstáculo, y no pequeño, que venía a molestar y hacer más difícil la dirección y conservación de los institutos religiosos. Es más, se prohibía la enseñanza a las monjas, (**Es5.192**))
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