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((**Es4.514**) fue a visitarlas regularmente todos los sábados, durante el año 1853, y siguió haciéndolo durante años sucesivos. Cuando entraba en ((**It4.673**)) una clase salía el profesor y él se entretenía durante una hora con los alumnos que allí había, pensionistas o externos. Les contaba un hecho de la historia eclesiástica, una parábola, una anécdota edificante, todo con la finalidad de llevar a aquellos muchachos a confesarse frecuentemente y bien. Explicaba, además, alguna pregunta del catecismo. Los recibía después en el Oratorio mensualmente para confesarse, y ejercía sobre ellos, aún sobre los de las familias más ilustres de la ciudad, una benéfica influencia. Nos contaba el profesor canónigo Anfossi sobre aquellos días: <>. Todos estos muchachos tenían gran confianza con don Bosco, lo mismo que sus padres, de modo que les tocó más de una vez poner paz en una o en otra familia, disgustada por algún mal entendimiento o también por el carácter rebelde y fogoso de un hijo. Un tal Cal..., que frecuentaba el Oratorio desde niño, aquel año se escapó de casa y fue al Oratorio, por haberle reñido ásperamente su padre. Don Bosco lo admitió, calmó su furia, pasó aviso al padre, preparó al muchacho para hacer una buena confesión, y al cabo de un mes lo devolvió a la familia, que le acogió con los brazos abiertos. Fue después un excelente caballero, estudió la carrera de abogado y llegó a ser miembro de la Audiencia Territorial. Eran también familiares las relaciones de don Bosco con sus maestros, a los que profesaba suma reverencia y agradecimiento. Con tal motivo, ocurrióle un episodio entre alegre y serio, digno de recuerdo. Acostumbraba don Bosco ir el veintiuno de septiembre a la casa de campo de don Mateo Picco, para celebrar su día onomástico, ya que ((**It4.674**)) el profesor gozaba del privilegio de capilla privada. Aquel año 1853, la vigilia de la fiesta por la tarde, se encaminó hacia ella, en compañía del jovencito Juan Francesia, que llevaba en las manos un fajo de cohetes para dispararlos al anochecer del día siguiente, y en el bolso una poesía de felicitación para leer después de la comida. Pasaron el fielato de Casale, llegaron a los pies de la colina de Superga y empezaron a subir por los collados del valle de San Martín. Sobre uno de ellos, en un amenísimo lugar, aparecía la casa (**Es4.514**))
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