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((**Es4.510**) un vivero de seminaristas para las diócesis, y de ayudantes para su Oratorio, con los que debía extender el beneficio de la instrucción y de la educación moral a millares de pobres muchachos en uno y otro hemisferio. Ya hemos narrado cómo don Bosco, dado que no podía cuidarse personalmente de las clases de latín, había empezado, durante el año escolar 1851-52, a enviar a todos sus estudiantes de los cursos clásicos a la escuela privada del caballero José Bonzanino, profesor del gimnasio inferior y, poco tiempo después, a la del sacerdote don Mateo Picco, profesor de retórica. Estos dos ilustres señores se prestaron de buen grado a realizar aquella caridad y admitieron gratuitamente en sus clases a los alumnos de don Bosco, convirtiéndose en grandes bienhechores de nuestro Oratorio. Como eran hombres eximios, de trato exquisito, venerable aspecto y doctos en las materias que enseñaban, sus escuelas eran muy apreciadas en la ciudad: los alumnos alcanzaban estupendos resultados, y las familias de buena posición iban a porfía para confiarles sus propios hijos. Don Bosco enviaba a sus estudiantes divididos en dos grupos, ya que don Mateo Picco vivía junto a San Agustín y el ((**It4.668**)) profesor Bonzanino al lado de San Francisco de Asís. Un grupo lo formaban los alumnos de las tres clases gimnasiales, el otro los que cursaban humanidades y retórica: y tenían un itinerario rigurosamente prescrito, lo mismo para la ida que para la vuelta. Esto alargaba algo el camino, pero los muchachos obedecían ciegamente sin saber el porqué; y, si alguna vez lo preguntaban, don Bosco se contentaba con responder: corrumpunt bonos mores colloquia prava (las malas conversaciones corrompen la buenas costumbres). Más tarde, ya mayores, supieron la razón de aquella prescripción. El clérigo Rúa estaba encargado de su vigilancia, durante el trayecto, y luego iba a clase de filosofía al Seminario con los profesores y teólogos Mutura y Farina. El canónigo Berta recordaba siempre con placer que él le había dado entonces repaso de las lecciones. Cuando los estudiantes llegaban al Colegio, se encontraban con condiscípulos pertenecientes a las principales familias de Turín, unos por su linaje y otros por su patrimonio. Resulta admirable ver cómo la Divina Providencia les llevaba a un lugar donde podían hacer amistad con jóvenes destinados a ocupar un día altos cargos en el Estado y en el Municipio, a los que los recuerdos imborrables de la niñez les inclinarían a ayudarles en cuanto les pidiesen su apoyo. Además, como los muchachos del Oratorio solían ser los primeros de la clase, por su virtud, su talento, su estudio y su diligencia, corría la fama de (**Es4.510**))
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