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((**Es4.494**) Superior de la misma. Viose entonces crecer y consolidarse en medio del mundo una organización religiosa sin hábitos, sin votos y sin retiro claustral, gracias solamente al espíritu de caridad y al entusiasmo por el trabajo, y a unos buenos operarios que, libres por su gusto de vivir retirados de la sociedad y pese a las tentaciones y persecuciones, vivían unidos con la misma fuerza de un niño abrazado al cuello de su madre. Su amor a la regla y su cuidado para no faltar a ella, eran tales, como apenas puede uno esperarlo de fervorosos religiosos. Hacían todos los días oración en común, asistían a la santa misa, rezaban el rosario, leían la biografía de un santo del día y acompañaban con cantos espirituales el trabajo no interrumpido, durante las horas señaladas. Los domingos se confesaban, comulgaban y, después de las funciones sagradas, visitaban los hospitales, las cárceles y a los enfermos en sus casas y en los asilos de los pobres mendicantes. El buen Enrique ayudaba a la conversión de los pecadores. Fundó además la Pía Sociedad de los hermanos Sastres, siguiendo el modelo de la de los zapateros, la cual llenó de santos trabajadores a Francia. Los artesanos más pobres encontraban trabajo y vestido en estos talleres, los huérfanos aprendían gratuitamente el ((**It4.648**)) oficio, los aprendices eran atendidos, el viejo inhábil para el trabajo era asilado y se proveía al obrero enfermo y falto de toda ayuda. Pero uno de los méritos más señalados de Enrique fue el de haber colaborado eficazmente a desbaratar la impía sociedad llamada Hermandad de los Obreros, cuyos miembros se ligaban con juramento secreto. Todos los domingos hacían representaciones de los misterios y solemnidades cristianas para encubrir su maldad, y después se reunían para celebrar fraternales banquetes en sus antros, donde se entregaban a toda suerte de francachelas, impiedades, libertinajes y sacrílegos ultrajes a la santa Hostia. Estas reuniones clandestinas se habían esparcido por toda Francia y otros reinos, sin que nadie sospechase su perverso fin. Pero, finalmente, llegaron a enterarse las autoridades eclesiásticas y civiles, las cuales amenazaron y castigaron a aquellos desgraciados. Entonces Enrique, con riesgo de su vida y soportando toda suerte de insultos y calumnias, se las ingenió para arrancar de las manos de aquella secta infame e hipócrita a muchísimos obreros a los que convirtió. En pocos años desapareció de Francia la tal hermandad, y él obtuvo las bendiciones de todo el clero de París. El buen Enrique, sano y robusto hasta los noventa años, hizo a esta edad viajes, de hasta doscientas leguas a pie para visitar algunos (**Es4.494**))
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