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((**Es4.353**) Su respuesta es un prueba de su gran humildad. Recordaremos también que don Bosco fue un apóstol de la comunión frecuente y de la visita cotidiana al Santísimo Sacramento. Frecuentemente, cuando predicaba y describía el inmenso amor de Jesús a los hombres, lloraba de emoción y hacía llorar a los demás. Hasta durante el recreo, si hablaba de la Santísima Eucaristía, se encendía su rostro con santo ardor y repetía a los muchachos: -Queridos muchachos, >>queremos estar alegres y contentos? Amemos con todo el corazón a Jesús Sacramentado. Con sus palabras se sentían los corazones penetrados de la verdad de la presencia real de Jesucristo. Imposible describir su alegría cuando llegó a ver en la iglesia todos los días cierto número de muchachos que comulgaban por turno. Recomendaba a jóvenes y adultos vivir en tal estado de conciencia que pudieran acercarse, con el consejo del confesor, a la sagrada ((**It4.458**)) mesa diariamente. No dudaba en autorizar para ello a quien estaba suficientemente dispuesto. Pero, cuando hablaba sobre la comunión sacrílega, lo hacía con tales acentos que a los muchachos se les helaba el corazón y concebían verdadero espanto de tan enorme pecado. Habiéndole observado un día el padre Giacomelli su fácil propensión para permitir la comunión a los muchachos, respondió inmediatamente que la Iglesia, como se lee en las actas del Concilio Tridentino, exhorta a que siempre que se celebre la santa misa, haya fieles que comulguen. Y para alcanzar este fin, fundaba asociaciones y compañías, invitaba a la asistencia insistentemente con motivo de triduos, novenas y fiestas, imprimía numerosos opúsculos para repartir entre el pueblo, gratis o a bajo precio, por millares de ejemplares, recomendando su lectura a los muchachos. Por eso no se cansaba de confesar y se dedicaba ardorosamente a preparar niños para la primera comunión, preocupado de que este acto revistiese la máxima importancia y hasta, si era posible, singular solemnidad. No es de extrañar, pues, que las comuniones de los muchachos resultasen agradables al Señor. A menudo, al darles las buenas noches, invitaba a rezar y a hacer al día siguiente con gran fe la comunión a todos los que pudieran, diciéndoles que necesitaba grandes gracias para la Casa, y muchas veces se le oía decir al día siguiente que el Señor les había oído. Decía que el bien que él y los suyos hacían, que las gracias concedidas por la Virgen y las limosnas de los bienhechores eran un efecto de la intercesión y de las comuniones de sus alumnos. No atribuía nada a su mérito. Cuántas veces le oímos exclamar: Non nobis, Domine, non nobis, sed nomini tuo (**Es4.353**))
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