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((**Es4.325**) quién dirigirme para poder vivir. Fui al Oratorio, le conté todo a don Bosco y le rogué me ayudará. Yo podía compensarle dando clase a sus muchachos. Don Bosco me recibió con paternal bondad, me socorrió como pudo, dijo que el Oratorio estaba abierto para mí... pero a condición de que me adaptase a la vida comunitaria y cumpliese ((**It4.421**)) los deberes... Comprenderá que mis ideas religiosas y políticas, decía el profesor, eran y son diametralmente opuestas a las de mi bienhechor. No pude quedarme con él; mi educación, mis convicciones me lo impedían. Me fui, pero persuadido y seguro de que don Bosco era un hombre singular, sagaz y profundo conocedor de los hombres, un verdadero y habilísimo educador. Todavía tengo esta convicción y no me avergüenzo de reconocerlo, declararle mi bienhechor y proclamarle un gran italiano y un santo sacerdote>>. Evidentemente se ve que la caridad de don Bosco era semejante a la bondad del Padre Celestial que hace salir el sol y envía la lluvia, lo mismo a justos que a pecadores. Hubo, sin embargo, emigrados políticos que le proporcionaron grandes consuelos. Fue a llamar a la puerta del Oratorio, y permaneció en él largo tiempo, el sacerdote de Brescia Zattini, hombre docto y profesor de filosofía, el cual había sido ahorcado en efigie y condenado por rebelde. Jamás salió de sus labios en el Oratorio una palabra sobre política, y aceptó con gusto enseñar a leer y a escribir a los rudos muchachos externos. Era un modelo de humildad y de piedad. También acudió en busca de refugio el joven y famoso músico Jerónimo de Suttil, a quien buscaba en Venecia la policía por sus palabras imprudentes. Se encariñó de don Bosco, alegró durante muchos años el Oratorio con sus canciones venecianas y, después de haber pasado un tiempo en Francia, volvió a Valdocco, donde acabó sus días como un fervoroso cristiano. Omitimos otros varios. Parecía que don Bosco tuviese un instinto especial para distinguir a los pobres verdaderos de los que fingían serlo. Una tarde, a hora ya avanzada, paseaba por una calle de las afueras de Roma, pobremente iluminada por un farol, cuando de le acercó una mujer que parecía sostener en los brazos ((**It4.422**)) un niño fajado y bien tapado. Pedía aquella mujer, con temblorosa voz, compasión para una pobre madre en extrema miseria. Don Bosco no respondía y seguía su camino. Nosotros, que íbamos al lado, conmovidos ante los repetidos ruegos, le hicimos observar la conveniencia de darle una limosna. Entonces don Bosco, que ya tenía una vista muy débil, levantó un poco la voz y dijo: (**Es4.325**))
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