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((**Es4.322**) llegados al Piamonte desde distintos estados de Italia, particularmente de las tierras de Venecia y Lombardía para escapar a los rigores de los gobiernos restaurados. Fue el primero de éstos un notario de Pavía, que había puesto en peligro su cómoda situación familiar y, para poder vivir, ofrecía un espectáculo singular en la plaza de San Carlos en Turín. Había amaestrado muchos canarios con los que hacía juegos originales. Los colocaba sobre una mesa y, a una señal suya, ((**It4.417**)) cantaba un canario mientras los otros callaban. Entablaba luego un desafío entre dos de aquellos pajaritos y resultaba maravilloso ver los esfuerzos de cada uno para vencer a su adversario. De pronto cantaban todos juntos a coro, seguía luego uno solo; a continuación renovaban sus gorjeos hasta que, hecho el silencio, dejaba que un dueto interpretase sus armoniosos trinos y, luego, un gran coro final cerraba el concierto. Una constante multitud asistía a las proezas de los pequeños cantores que callaban, cantaban a solo o al unísono, a la señal de su maestro. Se recuerda todavía con particular deleite una escena que representaban con gran comicidad artística. Aparecían dos canarios, uno contra otro, armados de una espadita de cartón atada a una patita y empezaban el duelo. Era gracioso el gesto de alzar la espada y golpear al adversario. Uno, el que era tocado, cojeaba como si hubiera sido herido. El otro, daba vueltas en derredor de él, mientras el herido giraba sobre sí mismo espiando los movimientos del enemigo. Alzaba, por fin, la patita el asaltante, sacudíale un segundo golpe y el otro, al ser tocado, caía como muerto y permanecía inmóvil. Salían entonces los demás canarios, corrían a su encuentro y, cantando con sonido lastimero daban vueltas alrededor. Agarrábanle con el pico y lo arrastraban hasta una pequeña elevación colocada en mitad de la mesa; y, siempre inmóvil el fingido muerto, dejaba que le tendieran con el pico sobre un papel en forma de paño fúnebre y sobre este papel colocaban el alpiste que estaba amontonado en una esquina de la mesa. Una vez sepultado y enterrado el compañero, íbanse al extremo de la mesa haciendo movimientos de cabeza, con desgarrados y lentos gorjeos, simulando espanto y dolor; desde allí, levantaban el pico, como para contemplar el túmulo, y, moviendo siempre la cabeza, reemprendían el canto fúnebre. Pero, de repente, el muerto apartaba de sí ((**It4.418**)) el papel y el alpiste, se ponía en pie y empezaba un alegre gorjeo. Entonces todos los demás canarios corrían junto a él y coreaban su festivo canto. De no haberlo visto, parece imposible que se pudiera amaestrar (**Es4.322**))
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