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((**Es4.303**) por parte de todos los ciudadanos, pero no tardó en sufrir las amarguras de la ingratitud. Había cometido para algunos el error de atribuir públicamente su heroísmo a la Virgen Santísima. En efecto, repetía: -No, yo no soy el salvador de Turín. Es la Virgen de la Consolación quien la ha salvado. Por ello fue pronto víctima de sarcasmos, burlas mordaces y escarnios por parte de aquéllos en cuyos oídos suena mal el nombre de Dios y de su Santísima Madre. Los periódicos ilustrados le trataron de hipócrita y santurrón. Sin embargo, el Gobierno le concedió la medalla de oro, que le fue impuesta ante las tropas; la Guardia Nacional le otorgó una medalla de plata y el Municipio le rindió honores de ciudadano esclarecido, dedicóle una calle con su nombre y una pensión vitalicia de mil doscientas liras anuales. Pero ni alabanzas ni burlas, ni honores ni insultos lograron cambiar los sentimientos de Pablo Sacchi ni alteraron su profunda devoción a la Virgen. Así se mantuvo hasta el 24 de mayo de 1884, fiesta de María Auxiliadora, último día de su vida. Con el grado de capitán había acudido como cada día, en compañía de otro capitán, natural de San Jorge Canavese, amigo suyo, para hacer la adoración en la iglesia de las Sacramentinas. Como quiera que ((**It4.392**)) el Arzobispo Gastaldi había prohibido servir a las funciones sagradas sin revestirse de sotana, él y su compañero se hicieron afeitar los bigotes a fin de ponérsela para poder ayudar a misa. Lo cual no era fácil sacrificio para viejos militares. Don Bosco tuvo el consuelo de impartir todavía la absolución a un pobre obrero que, sacado de entre las ruinas, con una costilla rota y todo el cuerpo magullado, exhalaba a poco el último suspiro. Aunque no le permitieron ayudar en los difíciles trabajos materiales, sin embargo, su sombrero prestó un buen servicio. Había urgente necesidad de llevar agua en lo más recio del peligro, para impedir que el fuego llegase a las mantas extendidas sobre los barriles de pólvora. Como no encontrara ningún otro recipiente, Sacchi agarró el sombrero de don Bosco y se sirvió de él como pudo, hasta que llegaron los cubos y las bombas. <>. Verdaderamente reinó la general persuasión de que sólo una especial protección del cielo salvó a Turín de ulteriores desastres. Los primeros en experimentar los efectos de la celestial intervención fueron los asilados en la Pequeña Casa de la Divina Providencia, (**Es4.303**))
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