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((**Es4.266**) ->>La obediencia? >>No llego a punto a la escuela? >>Acaso no llego antes que los demás? Yo hago los trabajos, me sé la lección; >>a qué molestarse por estas niñerías? Y seguía yendo solo, por el gustazo de ver a los titiriteros. Alguien propuso a don Bosco que sería mejor enviar a su casa a un muchacho tan poco amigo de la disciplina; pero don Bosco, que tenía muy en cuenta la franqueza de Cagliero, no hizo ningún caso. En efecto, al año siguiente Cagliero, tras algunas amonestaciones de don Bosco, empezó a cumplir mejor las normas y no tardó en convertirse en modelo de todos. Estaba adornado de muy buenas cualidades, y don Bosco, que había descubierto en él una gran disposición para la música, le enseñó los primeros rudimentos y encargó al clérigo Bellia que siguiera instruyéndole. Deseaba él formar un maestro que escribiese música fácil para el pueblo, e hizo que se dedicara formalmente a este estudio, gracias a un buen método cuyos resultados se vieron muy pronto. Cierto día faltó el que acostumbraba a tocar el armonio en las fiestas de iglesia. >>Quién haría sus veces el domingo? >>Cuál sería el aspecto de la iglesia sin música y sin cantos? Cagliero vio el apuro, no quiso que se dijera que por la ausencia de uno se perdía ((**It4.343**)) el Oratorio. Y con energía superior a su edad, tanto hizo y tanto se afanó que, al domingo siguiente, se sentó al armonio y con mano segura acompañó las melodías de costumbre. Tras aquel éxito, su pasión por la música se hizo cada día mayor, y se pasaba las horas muertas sobre el teclado del desvencijado piano. Tocaba, con tal ardor, notas poco armónicas para un oído profano, que un día la buena Margarita perdió un tanto la paciencia, y no dudó en amenazar, en broma, con la escoba, al músico en ciernes, a quien quería como una madre. En efecto, ella siempre dulce, afable, paciente en toda ocasión, demostraba el gran cariño que nutría a sus pobres jovencitos. Sucedía frecuentemente en el invierno que alguno, obligado por el patrono a trabajar hasta muy tarde, no le veía con los demás a la hora de la cena y al enterarse de ello, exclamaba: -íPobres hijos míos! íHay que guardarles la sopa al fuego! Y no tenía valor para irse a la cama. Les esperaba hastas las once dadas y, a veces, hasta medianoche, temblando de frío. Cuando llegaban, les alegraba con una tajadita más de carne que les había reservado. Los domingos por la tarde, a lo mejor se acercaba a la cocina uno de los más pequeños, después de las funciones de iglesia. ->>Qué quieres, chiquito? (**Es4.266**))
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