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((**Es3.468**) tiempos y la falta absoluta de medios adecuados, se aprestó a remediar el caso. Después de examinar con calma las soluciones a tomar, confiando, como siempre, en la divina Providencia, tomó la resolución de albergar en su propia casa a los seminaristas de la Archidiócesis. Para tal fin, consiguió que el señor Pinardi le ayudase a alejar algunos inquilinos que todavía ocupaban una estancia en la planta baja de su edificio. Estos se enfurecieron, amenazaron a don Bosco y a su madre y al mismo propietario, y hubo que desembolsar bastante dinero para que se fueran en paz. De est manera se alcanzaron dos ventajas espirituales: se apartaron del vecindario individuos de mal vivir, que durante muchos años hicieron de aquel lugar una cueva de ladrones, al extremo de que, a veces, aparecían en el patio personas que obligaban a cerrar ojos y oídos para no ver ni oír, lo que acarreaba graves molestias. Otra ventaja, muy importante por cierto, fue que, al disponer de más locales, don Bosco pudo empezar a ((**It3.612**)) recoger algunos seminaristas, desperdigados acá y allá, y tenerlos consigo. Se unieron a Ascanio Savio los seminaristas Vacchetta, Chiantore, los dos Carbonati y, en noviembre de 1850, Damusso y, poco a poco, otros más. Alguno, que era de familia acomodada, pagaba la pensión de cuarenta y cinco o treinta liras mensuales; otros, una pequeña cantidad, y los pobres fueron admitidos gratuitamente. Vivían y estudiaban en el Oratorio y se sentaban a la mesa de don Bosco, que tomaba la misma menestra que los muchachos y los mismos manjares que se servían a los seminaristas. Mañana y tarde iban a clase a los locales dejados libres por el Gobierno en el edificio del seminario. En las habitaciones de la fachada, donde vivían con el Rector, canónigo Vogliotti, los otros Superiores, con los profesores de física, filosofía y teología moral, recibían la clase correspondiente al curso a que pertenecían. Para el aula de teología especulativa había que subir a un entresuelo amplio y medio a oscuras, donde el mueble más vistoso era el fogón de una cocina, cubierto con tablas unidas y clavadas; había otro mísero cuartucho contiguo. Allí explicaban sus tratados los teólogos colegiados Francisco Marengo, Francisco Molinari, Bernardo Appendini, Allais, amigos sinceros de don Bosco. Profesor de filosofía era el teólogo don Lorenzo Farina. Casi todos los alumnos procedían del Oratorio y estaban animados de un vivo deseo de progresar en los estudios. A algunos les enseñaba filosofía y matemáticas, en su propia habitación, el teólogo colegiado Augusto Berta, más tarde canónigo en la Congregación de San Lorenzo y profesor del seminario (**Es3.468**))
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