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((**Es3.387**) pudieron ser testigos del hecho. El hijo, volviéndose a su madre, le dijo: -Don Bosco me salva del infierno. ((**It3.498**)) Y así estuvo casi dos horas, dueño absoluto de su mente. Durante todo aquel tiempo, aunque se movía, hablaba y miraba, su cuerpo permaneció siempre frío, como antes de despertar. Entre otras cosas, repitió a don Bosco recomendase mucho, y siempre, a los muchachos la sinceridad en la confesión. Don Bosco por fin le dijo: -Ahora estás en gracia de Dios: tienes el cielo abierto. >>Quieres ir allá arriba o quedarte aquí con nosotros? -Quiero ir al cielo, respondió el muchacho. -Entonces, íhasta volver a vernos en el paraíso! El muchacho dejó caer la cabeza sobre la almohada, cerró los ojos, quedó inmóvil y se durmió en el Señor. Sin embargo, no hay que suponer hicera gran ruido en la ciudad cuanto se ha narrado. Don Bosco actuó con la mayor sencillez, afirmando que el muchacho no estaba muerto. El continuo desconcierto político y belicoso de los primeros meses de aquel año, distraía y preocupaba demasiado los espíritus, y además, el sentimiento delicado del honor y del respeto a la memoria del hijo, debió impedir que la misma familia hablara del asunto con personas extrañas, así que hasta con los vecinos se empezó a callar, si es que no hubo absoluto silencio desde el principio. Con todo, se corrió la voz entre los compañeros del muerto y la fama perduró indubitable en el Oratorio durante muchos años, como de algo certísimo. Se conocía el lugar y el rótulo de la fonda, el nombre del joven, su apellido, la nacionalidad de la familia, y su vieja amistad con don Bosco, el cual, en efecto, había ido allí a primeros de 1849 para invitar a un hermano de Carlos a ir él también al Oratorio festivo. Este fue una sola vez, partió voluntario a la guerra, luchó en Novara, cayó herido y fue llevado a su casa, donde murió. ((**It3.499**)) Y por citar algunos nombres de entre los centenares de quienes conocieron estos hechos, traeremos en primer lugar el de José Buzzetti, el cual, si no fue testigo ocular, lo fue de oírlo contar inmediatamente después, a quien había estado presente, puesto que él, después avanzado ya en años, no admitía la menor duda, como muchas veces nos afirmó. Participaron con él esta certeza monseñor Juan Cagliero, Enría, que entró en el Oratorio en el 1854 y don Juan Garino y don Juan Bonetti que ingresaron en el 1857 y enseguida supieron este portento por sus condiscípulos. En el 1864 se lo contaban (**Es3.387**))
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