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((**Es3.250**) del palacio arzobispal con ensordecedores gritos y silbidos. Se quería obligar al Arzobispo a que se alejara de Turín y del Reino. El veinticinco de marzo partía Carlos Alberto a la guerra con sesenta mil valerosos soldados. El veintiséis cruzaban el Tesino y una brigada de ellos entraba en Milán. Las autoridades eclesiásticas, entretanto, ordenaban plegarias públicas y exhortaban a las poblaciones a socorrer a las familias pobres de los soldados y el mismo Gobierno pedía apoyo y oraciones a los obispos. El 29 entraba el Rey en Pavía, ya abandonada por los austríacos, llegaba a Milán y se agrupaban junto a él las gentes de Lombardía y las de Parma y Módena. El veintinueve de marzo, a las seis de la tarde, partía para Suiza el santo e impertérrito Arzobispo de Turín. El Ministro del Interior, a través de distinguidos eclesiásticos, le había apremiado vivamente para que se alejase del Estado por algún tiempo, hasta que los ánimos de sus adversarios se hubieran calmado. Fueron además a visitarle otras personas piadosas, entre ellas don Bosco, que creían necesaria su partida; y le hacían observar que era imposible resistir a aquel engaño de las sectas, porque quien ((**It3.318**)) aconsejaba la salida, seguramente había permitido secretamente los insultos gravísimos sufridos. Pero antes de subir al coche, el Arzobispo recomendó a don Bosco los seminaristas que se habían mantenido obedientes a sus órdenes, especialmente los más pobres y que ahora se encontraban dispersos. Don Bosco prometió corresponder a aquella muestra de confianza, y veremos cómo cumplió su palabra. El seis de abril vociferaban en Viena turbas de estudiantes y de gente del pueblo contra el Arzobispo, amenazaban con asaltar los conventos y gritaban que Pío IX era enemigo del imperio. El Gobierno ordenó la supresión de los religiosos y religiosas Redentoristas y de los Jesuitas. Sin más, religiosos inocentes y pobres mujeres fueron arrojados a la calle, sin pan y sin cobijo, obligados a pedir limosna. Y pocos días después, los tumultos alcanzaron un aspecto tan amenazador en Viena, en Pest y en Praga, que faltó poco para que no llegaran a una lucha mortal con sus tropas. Los piamonteses en tanto, arrojaban a los austríacos de Goito y cruzaban el río Mincio, el día siete de abril, con una brillante victoria. El veintiuno de abril, el general piamontés Santiago Durando, enviado por el Papa para guardar las fronteras, sin cuidarse de las órdenes recibidas, cruzaba el Po con diecisiete mil soldados pontificios. El rey de Nápoles había enviado a Lombardía otros dieciséis (**Es3.250**))
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