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((**Es3.189**) nueve, cuando don Bosco llamó a su alrededor a los muchachos, les hizo cantar las dos primeras estrofas del himno: Luis rey de los jóvenes, les recomendó que se retiraran a sus casas con orden y sosiego, y ellos le obedecieron, gritando una vez más: íViva San Luis! íViva don Bosco! ((**It3.235**)) Algún tiempo después anunció don Bosco la inscripción de algunos grandes personajes en la Compañía de San Luis, como socios de honor. Los muchachos quedaron admirados al oír el nombre del gran Pío IX, del Cardenal Santiago Antonelli, de monseñor Luis Fransoni, monseñor M. Antonucci, Nuncio Apostólico, a la sazón, en la Corte de Turín y, después, Cardenal Arzobispo de Ancona, y otros. Esta solemnidad, que tan agradable imprensión dejó en el ánimo de los muchachos, se celebró en distintas fechas durante los años siguientes, pero don Bosco marcó casi siempre distinto día para la fiesta de San Luis y para administrar la confirmación. La fiesta fue creciendo siempre en esplendor, tanto por los congregantes, como por sobrepasar el millar de comuniones y la procesión, y el día de las confirmaciones no perdió importancia, gracias al celo desplegado por el siervo de Dios y a las ventajas duraderas en las almas. No se cansaba de preparar a los muchachos, les explicaba qué era la confirmación, los efectos que producía en el alma y con qué disposiciones se debía recibir. Los confesaba la víspera o por la mañana misma de la administración sacramental; recibía al Obispo en la puerta de la iglesia, tomaba parte en la sagrada ceremonia para asistir y mantener recogidos a los confirmandos. Pasaba por medio de las filas en que estaban colocados y decía una palabrita al oído de uno o de otro de los más necesitados, lleno del santo deseo de que el Divino Paráclito encontrara en aquellos tiernos corazones un templo digno. Desde aquel momento les repetía frecuentamente que, puesto que habían sido constituidos soldados de Cristo, debían mostrarse llenos de valor, para manifestar ante el mundo su fe y estar dispuestos a cualquier sacrificio, antes que ofender a Dios. Les recomendaba, con más ahínco que antes, el hacer la señal de la santa Cruz, como profesión de fe, arma ((**It3.236**)) contra el demonio, palabra de orden que distingue al cristiano del infiel y les exhortaba a santiguarse con devoción y frecuentemente. Tenía la paciencia de señalarles los defectos en que ordinariamente caen algunos por ignorancia o negligencia, y para corregirlos, se valía, entre otras industrias, de la de ridiculizar a los que se santiguaban como espantando moscas, en vez de cumplir con un acto de religión. (**Es3.189**))
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