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((**Es3.129**) padres y a todos sus superiores.-3.¦ Estar muy animados a cumplir los deberes del propio estado, y querer trabajar para mayor gloria de Dios y la salvación de las almas. A más de esto, él, que había tomado la costumbre de saludar al ángel de la guarda de cuantas personas encontraba a su paso, rogaba también a los ángeles de sus muchachos que les ayudasen a ser buenos y recomendaba a los mismos jóvenes que recitaran en su honor tres Gloria Patri. Consecuencia de tan agradables y santas maneras, era que los jóvenes se sentían atraídos suavemente al sacramento de la penitencia ya por el amor, la estima y confianza que profesaban a don Bosco, ya también al ver que la confesión era su vida y su satisfacción. Y no era sólo en el Oratorio; por las mismas razones, los muchachos se sentían conducidos hacia él por una misteriosa atracción en todas las ciudades y pueblos por donde pasaba. Diríase que don Bosco se sentía feliz al ver en su derredor un apretado círculo de muchachos que esperaban su turno para contarle los secretos del alma. Tanto había trabajado para conquistar aquellas sus almas queridas que, el devolverles la gracia de Dios, formaba su delicia y le embargaba de contento. A veces, sobre todo a los comienzos del Oratorio, don Bosco ((**It3.155**)) tenía ante sí un centenar de niños, que querían confesarse. Sin la menor idea del orden y, siendo las primeras veces que se acercaban a este sacramento, con su ruda impaciencia hubieran persuadido a cualquier otro sacerdote de que así no era posible cumplir convenientemente el sagrado ministerio. No había entonces ningún catequista para asistirlos, unos gritaban, queriendo ser los primeros, otros se empujaban para pasar delante y los otros repelían a los que intentaban adelantarles. Era una fatiga ímproba poner un poco de calma en aquel barullo; pero, finalmente, al menos estaban en silencio y de rodillas. Don Bosco, dirigiéndose entonces a los más cercanos, levantaba la mano para hacer sobre uno la señal de la cruz; pero he aquí que todos los que se encontraban cerca se santiguaban también, como si a cada uno le hubiera dado la señal de comenzar su acusación. Y don Bosco, siempre impertubable y sonriente, se veía obligado a confesar, estando de pie, sosteniendo con una mano a los que se le echaban encima y acercando con la otra su oído a la boca del que se confesaba, para que ninguno pudiera oír la acusación. Lo más admirable de aquel momento era la transformación que se advertía en los penitentes a medida que se acercaban a don Bosco. Se ponían (**Es3.129**))
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