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((**Es2.89**) temerse una revuelta o desorden entre los presos. Al ver a un desconocido, empezaron a gritar: -íAlto! quién va? >>Y sin esperar respuesta le rodean y amenazan diciendo: -Qué hace usted aquí? qué quiere hacer? quién es? a dónde va? Don Cafasso quería hablar, pero no podía, porque los guardias gritaban todos a una: -íNo se mueva, quieto! diga usted quién es. -Soy don Cafasso. -Don Cafasso...? Pero, cómo? A estas horas? Cómo no ha salido a tiempo? Ahora no podemos dejarlo salir sin dar cuenta al director de la cárcel. -Eso a mí no me importa. Den ustedes cuenta a quien quieran, pero piensen en ustedes mismos, ya que al hacerse de ((**It2.105**)) noche tenían ustedes que venir para hacer salir a los ajenos a la cárcel. Este era su deber y han faltado a él. >>Callaron todos, y tomando a don Cafasso por las buenas, rogándole no dijera nada de lo sucedido, abriéronle la puerta y, para ganárselo, le acompañaron hasta su casa>>. Había entonces cuatro cárceles en Turín: una en las torres de Puerta Palacio, otra en la calle de santo Domingo, en el edificio que fue más tarde ocupado por la Casa de Beneficencia, la tercera en el Correccional, junto a la iglesia de los santos Mártires y la cuarta en los sótanos del Senado. A todas atendía y proveía don Cafasso con su celo, particularmente a la última. Tenían un reglamento que había sido cristianamente ordenado por Carlos Alberto en 1839. Todos los días festivos era preceptiva la santa misa, una instrucción religiosa y una hora de catecismo. Además, los capellanes tenían obligación de visitar a los presos todos los miércoles y jueves y enseñarles la doctrina cristiana durante todos los días de Cuaresma. Don Cafasso enviaba tres veces a la semana a varios residentes para ayudar a los capellanes a preparar a los presos para la Pascua. Iba con ellos un criado con una cesta llena de tabaco y cigarrillos. A la puerta de la cárcel se los entregaba a los catequistas, para que ellos los regalasen a sus poco amables alumnos. Desde el principio experimentó don Bosco cierta repugnancia para este ministerio; aquellos antros húmedos, malsanos, el triste espectáculo de los detenidos, la idea de encontrarse en medio de gente manchada con horrendas fechorías y hasta con sangre, le desconcertaba. Con todo, se animó con el pensamiento de lo que el divino (**Es2.89**))
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