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((**Es2.318**) y así, a lo largo del camino, fueron rezando el rosario, cantando las letanías y otras loas piadosas. Al llegar al sendero flanqueado de árboles, que lleva de la carretera al convento, con gran maravilla de todos, empezaron a sonar a rebato las campanas de la iglesia. He dicho con maravilla de todos, porque aunque habían ido allí otras veces, nunca se había celebrado su llegada al son de los bronces sagrados. La demostración fue tenida por tan extraña y fuera de costumbre, que se corrió la voz de que las campanas se habían puesto a tocar por sí mismas. Lo cierto es que el padre Fulgencio, guardián del convento y confesor a la sazón del rey Carlos Alberto, aseguró que ni él ni ninguno de la comunidad había dado orden de que se tocaran las campanas en tal ocasión, y que, por cuanto hizo para saber quien las había tocado, no le fue posible descubrirlo. Entrados en la iglesia, asistieron a la misa, y algunos de los jóvenes comulgaron. Después ((**It2.420**)) de misa, mientras el buen Guardián hacía preparar el desayuno en el jardín del Convento, don Bosco les dirigió unas preciosas palabras de ocasión. Comparó a sus muchachos con los pájaros que se quedan sin nido; les animó a pedir a la Virgen que les preparara otro seguro, y ellos se lo pidieron de corazón con él, persuadidos de que serían oídos. Después del desayuno volvieron a la ciudad para reunirse por última vez en el prado aquella tarde. Habían puesto su suerte en manos de María; al mismo tiempo, don Bosco había dejado quien buscara otro sitio; pero antes de acabarse el día, sus esperanzas y su corazón debían aguantar una gran prueba. Serían las dos de la tarde cuando ya casi todos estaban reunidos en el prado. Sabedores de que era la última vez que podían disfrutar de él, les parecía experimentar un gusto especial en correrlo de punta a punta y pisotearlo a su placer. Ciertamente no lo calcularon, pero muchas raíces se perderían aquella tarde íponiendo en riesgo el vistoso patrimonio de los hermanos Filippi! A la hora de costumbre hubo el catecismo, el canto, la plática, todo como siempre. Después emprendieron los muchachos sus juegos y diversiones; pero algo desacostumbrado impresionó su mirada y enfrió en algunos el ardor de los juegos. Aquél que era siempre el alma de la expansión; aquél que, como un nuevo Felipe Neri, se hacía pequeño con los pequeños; aquél que cantaba, jugaba y corría con ellos, su querido don Bosco estaba solo en un ángulo del prado, triste y pensativo. Era acaso la primera vez que los muchachos lo (**Es2.318**))
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