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((**Es2.30**) en el santo bautismo y haber llegado, así, a ser hijo de Dios. Constantemente ponderaba la suerte de haber tenido una madre piadosísima que, a su tiempo, le había enseñado el catecismo y encaminado a la piedad. Daba gracias al Señor por estos grandes beneficios cada mañana y cada noche. Mil veces se le oyó inculcar la gratitud a Dios por habernos concedido nacer en el seno de la santa Iglesia Católica, y recomendar la correspondencia a esta gracia, confesando valientemente y sin respeto humano nuestra fe ante los hombres, con la fuga del pecado y la observancia de la ley divina. Recordaba el pensamiento de la presencia de Dios con tales expresiones, que se advertía como vivía en él. Jamás se le acercaba nadie, sin que le hablase de alguna verdad o pensamiento de fe. Y lo hacía con singular destreza, sin el menor esfuerzo, con naturalidad: hasta hablando de cosas materiales, de negocios, y cuando quería promover la hilaridad con algún chiste, sabía hablar de Dios de un modo tan atractivo, que su conversación resultaba agradable, incluso para los que jamás hubiesen querido oír hablar de cosas de religión. Tan compenetrado esta con la idea de la fe, que ella informaba sus pensamientos y sus actos. Este espíritu de fe se traslucía en el saludable temor que tenía de ofender la santidad de Dios y su justicia y en el grandísimo horror que sentía al pecado. Evitaba con sumo cuidado no sólo lo que evidentemente era malo, sino ((**It2.26**)) hasta lo que tenía apariencia de tal. A veces se preocupaba de acciones o palabras que se podían tomar por virtuosas o, al menos, exentas de toda imperfección. De aquí procedía su eficaz deseo de atender a la perfección. Y por eso, desde entonces, se le veía practicar los tres consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia, con un empeño que no le podía superar ni el más ligado a ellos por los votos. Quien no le conocía, le admiraba sin poder darse cuenta del motivo de su observancia; pero algunos compañeros de la escuela y del seminario de Chieri, a quienes había participado sus secretos, manifestaron ese motivo a don Francisco Dalmazzo, el cual estaba dispuesto a dar fe de ello con juramento. Don Bosco se había consagrado a Dios con votos perpetuos, siendo todavía seminarista. A los pies del altar de María Santísima le ofreció el lirio de su corazón. Impedido prudentemente de ingresar, por entonces, en una orden religiosa, a la que se sentía fuertemente atraído, obedecía la voz del Superior, pero ligaba su libertad para estar pronto al servicio divino en cualquier momento de su vida. Y por esto mismo, manifestaba también gran amor a la mortificación y a la pobreza. Aun durante los meses que pasó en su casa, en estas vacaciones y durante los primeros años de su estancia(**Es2.30**))
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