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((**Es2.28**) de don Bosco, que constantemente aparece en su manuscrito. Habla de sí mísmo para acusarse; pero junto a la acusación de sus defectos, vemos brotar en derredor una serie de hechos graciosísimos que desmienten sus mismas acusaciones. Desde que era seminarista, se industriaba para aliviar a los enfermos invocando a María Santísima. Consistía su industria en distribuir una especie de pildoras de miga de pan, o unos polvos, mezcla de azúcar y harina de maíz, imponiendo a los que recurrían a su ciencia médica la condición de acercarse a los Sacramentos y rezar un determinado número de avemarías, de salves o de otras oraciones a Nuestra Señora. La medicina prescrita y las oraciones señaladas debían cumplirse durante tres días, unas veces, y otras durante nueve. Lo cierto es que hasta los enfermos más graves, se curaban. De pueblo en pueblo corría la noticia y ((**It2.23**)) un gran número de enfermos acudía al nuevo médico, que ganaba cada vez más confianza con el éxito de sus remedios. Desde entonces, conocía la eficacia de las oraciones dirigidas a nestra Señora. Tal vez la misma Santísima Virgen le había concedido visiblemente la gracia de las curaciones que él ocultaba tras la artimaña de las píldoras y los polvos, para no ser objeto de admiración. Aun siendo sacerdote, mientras estuvo en la Residencia Sacerdotal, siguió valiéndose de este medio, que solamente abandonó después de un caso verdaderamente singular. En 1844 cayó enfermo en Montafía con fiebres pertinaces el señor Turco: ninguna prescripción médica le curaba. Acudió la familia a don Bosco, el cual, después de aconsejar la confesión y comunión, les entregó una cajita con las consabidas píldoras que el enfermo debía tomar cada día en determinadas dosis, rezando antes tres salves. Apenas tomó las primeras píldoras, el señor Turco curó radicalmente. Todos quedaron maravillados. El farmacéutico se apresuró a ir a Turín, se presentó a don Bosco y le dijo: -Admiro su talento y el poderoso específico que usted ha inventado. Los hechos demuestran que es un febrífugo eficacísimo. Le ruego, con toda mi alma, me venda una cantidad de su fármaco o me diga el secreto, a fin de que el pueblo de Montafía en masa no tenga que venir hasta Turín para proveerse de él. Don Bosco se quedó un tanto perplejo y no se le ocurrió más salida que ésta: -Se me han acabado las píldoras; no me queda ni una. Volvió a su casa el farmacéutico. Intrigado por conocer los ingredientes de las píldoras, se procuró algunas, que conservaba la familia, e hizo su análisis químico.(**Es2.28**))
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