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((**Es2.155**) ni manifestó sentimiento alguno de vanagloria. No tenía más miras que la gloria de Dios y la salvación de las almas y, desconfiando de sí mismo, no imprimió ninguna obra sin someterla antes a la revisión eclesiástica, obedeciendo en todo a las leyes de la Iglesia. A un mismo tiempo, lejos de aspirar, en su humildad, a la fama de hábil y correcto escritor, dotado como estaba de serios estudios, se propuso emplear siempre un estilo sencillo en sus libros. Lo que a él le preocupaba era que los obreros vulgares y las mujeres del pueblo comprendieran las verdades de nuestra santa Religión y elevaran sus corazones a Dios. Para alcanzar este fin, después de redactar un escrito y antes de enviarlo a la imprenta, acostumbraba a leerlo a personas de escasa instrucción y les preguntaba si habían entendido. Si le decían que no, por una u otra frase o palabra, o por ideas demasiado científicas o difíciles, retocaba, corregía, cambiaba, volvía a redactar períodos enteros una y otra vez, hasta ((**It2.194**)) persuadirse de que lo entendían todo. Así aprendió el procedimiento a seguir para, en la predicación, hacerse entender por las personas más ignorantes. Sin embargo, aun evitando el estilo ampuloso y demasiado elegante, sabía unir la pureza y propiedad del lenguaje con la gracia y la claridad, a fin de que sus obras resultaran agradables y provechosas a toda clase de personas. Por eso las leían con avidez los jóvenes y el pueblo. El primer examinador de sus libros, decía don Angel Savio, fue el portero de la Residencia Sacerdotal. Ahora vamos a contemplar a don Bosco con la pluma en la mano hasta morir. Tenía siempre en su memoria la querida figura de Luis Comollo. Resonaban todavía en sus oídos las palabras de una de las noches de delirio, anteriores a su muerte, cuando gritaba contra los enemigos de su alma: <> palabras que anotó en sus manuscritos y que tantas veces repitió en sus memorias. Le habían impresionado varias gracias obtenidas de Dios por la intercesión del santo joven, según decían, y sobre todo un hecho singular que guardó en el secreto y, que en los últimos días de su vida, le confió don Bosco a un familiar suyo. Unos cuatro años después de la muerte de Comollo, algunos seminaristas, compañeros suyos, ansiosos de reconocer el cadáver, se concertaron secretamente, sin que lo supieran los superiores del Seminario, para abrir su tumba. Quitaron la losa de piedra, bajaron al subterráneo, encendieron unas antorchas, y vieron el ataúd colocado (**Es2.155**))
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