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((**Es2.142**) abandonado; y adquiría tal ascendiente sobre ellos que, al presentarse, le recibían con alegría y cordialidad. Entonces don Bosco, con su persuasiva palabra, les enseñaba y explicaba la doctrina cristiana. Muchas veces acrecía el interés de sus instrucciones con comparaciones graciosas y familiares, con ingeniosos apólogos o con parabolas del Santo Evangelio adaptadas a su inteligencia y a sus necesidades espirituales. No dejaba de exponer algún hecho extraordinario, sacado de la Sagrada Escritura o de la Historia Eclesiástica, como prueba de lo que enseñaba. Sus amenas relaciones hacían siempre deseables sus conferencias. Con este método aprendían fácilmente los presos y no olvidaban las verdades y preceptos del catecismo, y penetraba en sus corazones la condición y la fe del amable maestro. De esta manera, hasta los más obstinados se daban por vencidos, acogían los buenos propósitos que les inspiraba la gracia divina y, poco a poco, se sentían impulsados a una buena confesión. Pero este ímprobo trabajo no procedía con la regularidad de quien desea llegar a la meta y va adelante ganando siempre terreno. Ora quedaba interrumpido y había que volver a empezar, ora se disipaba como el humo y había que empezar por el principio. La llegada de nuevos detenidos, cada semana, acostumbrados al delito, las medidas disciplinares con las que el Director se veía obligado a castigar ((**It2.177**)) sus rebeliones, las riñas y los odios entre ellos por fútiles motivos, las sentencias del tribunal, más graves de las esperadas, disipaban las esperanzas del buen sacerdote, el cual, no obstante, con ejemplar constancia y fortaleza, volvía a empezar sus trabajos y los seguía imperturbable. Entretanto rezaba, se encomendaba a las oraciones de los Centros donde ejercía el sagrado ministerio y repetía esta frase que le era familiar: <> 1. No se cansaba nunca de redoblar las solicitudes y visitas y de repetir el catecismo y exhortaciones, hasta cuando no querían oírle o le escuchaban con indiferencia. Don Bosco no veía en ellos más que una alma preciosa, hermosísima, aunque afeada, destinada al cielo y que él debía salvar. En efecto, como afirma el teólogo Borel, no se quejaba nunca de las muchas incomodidades e ingratitudes. Con su mirada finísima y, diríamos, casi espiritual, don Bosco estudiaba las inclinaciones y deseos de cada individuo, sus luchas internas y, de pronto, encontraba y descubría suavemente en sus corazones 1 Filipenses, IV, 13. (**Es2.142**))
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