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((**Es2.140**) a ir por el Oratorio, cuando tuvieran la suerte de salir de aquel lugar de castigo. No descuidaba al mismo tiempo a los adultos. Visitaba uno a uno los distintos departamentos. Porque entonces los presos no estaban separados en celdas, sino reunidos en departamentos para veinticinco o treinta personas, sin más que un jergón que les servía de cama, de mesa y de silla. Allí estaban juntos los encerrados por primera vez y los reincidentes; éstos daban lecciones de robo y de pecado a los primeros; y con su influencia y sus burlas destruían el bien que el remordimiento o la palabra sacerdotal habían empezado a sembrar hasta en el corazón de los más pervertidos, los cuales quedaban de este modo cohibidos por el temor y el respeto humano. Los más viejos, con toda desvergüenza, se gloriaban de los delitos cometidos y se atribuían tantos mayores motivos de superioridad, cuanto mayores eran las condenas que habían merecido. Así que, en las cuestiones que surgían, queriendo decir ellos la última palabra, respondían a los contrarios: -Sí; vais a darme lecciones a mí, que ya he estado en galeras? ((**It2.174**)) Cuando don Bosco aparecía por vez primera en aquellos antros, a veces, el que aún no le conocía le despreciaba e insultaba atrozmente con injurias, apodos bajos y malignos, alusiones infamantes para un sacerdote. Aquella pobre gente, embrutecida por las pasiones, no hubiera soportado correcciones ni reproches. Don Bosco dominaba todo resentimiento y se mostraba tranquilo y sonriente aún cuando le respondiesen a sus delicadezas con groserías, insultos y hasta amenazas. Dejándose guiar por su fina prudencia, y sabedor de que para alcanzar el fin conviene ser discreto, al principio se limitaba a breves visitas, les hablaba con afectuoso respeto, daba a los de más edad el tratamiento de "Señor", les demostraba gran compasión y vivo deseo de aliviar sus penas, los hacía reir con algún chiste, y como el amor nace del propio provecho, les atribuía socorros y regalos. Su paciencia inalterable les impresionaba y apaciguaba. La caridad preparaba sus triunfos. Muchos de aquellos desgraciados, a lo mejor, no habían oído en su vida una palabra cariñosa. Rechazados por la sociedad, castigados por la justicia, traicionados por los compañeros, envilecidos ante el mundo, degradados a sus propios ojos, sin ninguna ayuda para poder levantarse, furiosos por la privación de la libertad, vivían sólo del odio. Con esta clase de gente no valen razonamientos; responden alzando los hombros, con una imprecación o con una blasfemia. Sólo el amor sincero, el amor de obras y no de palabras, el amor de sacrificio, es el lenguaje que les (**Es2.140**))
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