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((**Es18.610**) pero se van hasta los salvajes y así tenemos muchos menos estorbos entre entre los pies; pero no debemos favorecer ni compadecer, sin comprometernos mucho, a esos pobres salvajes que tienen razón para defenderse contra ciertas importaciones. Y no es una paradoja, sino una verdad. Si se hacen algunas excepciones personales, como las de Massaia y otros que hacen algún bien por una ambición iluminada, como monseñor Comboni, los misioneros católicos -aunque haya en su favor un sentimentalismo tradicional- son unos fanáticos, que van a hacerse matar sin ninguna razón para ello, o son unos intrigantes, unos vulgares ignorantes que creen haber civilizado una tribu, un reino, porque han enseñado a un centenar de salvajes a santiguarse, a hacer la genuflexión y otras exterioridades sin sentido alguno, que los salvajes aprenden y ejecutan con ((**It18.723**)) cierta facilidad, materialmente, por puro espíritu de imitación, y no porque sean los más próximos parientes de los monos. En los primeros grados de la barbarie, las misiones católicas son totalmente inútiles. Para reducir los salvajes al ejercicio de ciertas maniobras religiosas, lo lograrían más rápidamente los prestidigitadores y comediantes, porque tienen más facilidad comunicativa y lo consiguen más fácilmente. En cambio, cuando los primeros gérmenes de la civilización empiezan a desarrollarse, las misiones se convierten inmediatamente en una rémora del progreso. La historia lo demuestra por doquier, por ejemplo en el Paraguay. En el Paraguay es donde los jesuitas prolongaron por más tiempo su dominio. Eran allí dueños y señores de todo y de todos, tenían derechos usurpados, pero ya indiscutibles sobre el terreno o sobre las personas. Pues bien, estos precursores de los actuales misioneros, patrocinados por don Bosco, redujeron el Paraguay a una especie de limbo de gente tonta. Todo estaba allí regulado en plan frailuno. Sonaba de noche una campanilla, la cual señalaba que a aquella hora, y no antes, ni después, todos los maridos paraguayos debían acordarse de que lo eran. En consecuencia y precisamente por este vicio de origen, Paraguay fue la región americana más reacia a la civilización. Cayó bajo feroces tiranías y permaneció hasta hace poco cerrada para Europa y para el resto de América, más que Japón y China. Y estaría Paraguay todavía peor que Patagonia, si los jesuitas, que se habían hecho los amos, no hubieran sido expulsados. Para expulsarlos fue menester la intervención del mundo civilizado, que se sintió sacudido por el eco de los horrores, crueldades, inmoralidades inauditas y la quiebra dolosa de varias Casas comerciales implantadas por los mismos jesuitas y por su cuenta. Los misioneros italianos no nos hacen mucho bien a nosotros en Africa. Los que van a Túnez, a Trípoli, a Argelia, donde podrían ejercer con más fruto una influencia civil, son enemigos de Italia y hacen política antipatriótica, instigados por el Vaticano, el cual -como ya hemos dicho muchas veces- ha entregado todas las misiones al cardenal francés Lavigerie, temiendo y hasta detestando toda influencia italiana. Cuando hay uno que vale, el Vaticano se da prisa para cambiarlo. Informe monseñor Sutter. Nosotros no necesitamos enviar sacerdotes a América del Sur. Ya hay en aquellas regiones muchos italianos que, con su trabajo y su esfuerzo, honran a la madre patria y nos producen grandes ganancias. Enviemos allí obreros bien preparados, labradores, comerciantes activos e inteligentes. Sólo entonces honraremos nuestro nombre y (**Es18.610**))
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