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((**Es18.515**) dos gracias, una de carácter espiritual y otra corporal, en una misma familia. La señora Nicolasa Morando, viuda de Carpi, feligresa de la parroquia de San Fructuoso, Génova, se cayó el quince de agosto de 1887 desde un murete de poco más de un metro, y sufrió con el golpe lesiones internas bastante graves, que no le permitían estar acostada, y mucho menos desempeñar las labores propias de una casa. Llevaba ya seis meses en aquel estado, curándose ella misma, como Dios le daba a entender, porque al oír a un especialista que el mal estaba dentro, sentía repugnancia de ponerse en manos de los médicos. A mediados de febrero de 1888 pensó, en cambio, confiarse a don Bosco, a quien había conocido y que había pasado a mejor vida hacía quince días. Encomendóse, pues, a él con todo el fervor que pudo. La noche siguiente pudo dormir en la cama, por vez primera desde hacía mucho tiempo y descansó ((**It18.596**)) muy bien, soñando con don Bosco. A la mañana siguiente, cuando llegó el momento de levantarse, no sentía ningún dolor, por lo cual se puso sin más a cumplir como en otro tiempo los quehaceres de la casa, sin excluir los más pesados. Desde aquel día no volvió a sentir ninguna molestia. Esta señora tenía un hermano de cuarenta y dos años que trabajaba en el puerto de Génova. Un día estando en un barco le cayó encima un fardo de algodón, que por poco lo aplasta. Fue llevado al hospital, y los médicos declararon que estaba en tan graves condiciones, que no podría sobrevivir. Con toda delicadeza y cuidado se le habló de los sacramentos, pero no quiso prestar oídos, pues hacía muchos años que aborrecía las prácticas religiosas. Su hermana, el padre Capuchino del hospital y varios pacientes intentaron convencerle; pero él siempre se mantuvo duro. Su desconsolada hermana recurrió fervorosamente a don Bosco, para que moviese el corazón de aquel infeliz. Rezó el sábado nueve de junio, y todavía más el día siguiente. Finalmente se obtuvo la gracia. El día diez por la noche el moribundo se confesó espontáneamente, a la mañana del día siguiente le manifestó a ella su satisfacción, y expiró poco después con señales de verdadero arrepentimiento. Una curación todavía más grande que las ya dichas, sucedió en Francia en marzo del 1888. Había en Versoul, diócesis de Besançon, una Hermana de la Caridad que se llamaba María Constantina Vorbe, de treinta y seis años, que hacía ocho meses se encontraba en un estado que movía a compasión. Tenía una o más úlceras en el estómago que le causaban vómitos de sangre y le obligaban a no tomar más alimento que leche. Le hedía el aliento de un modo insoportable; le acometían al lado izquierdo unos dolores fortísimos que le obligaban (**Es18.515**))
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