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((**Es18.448**) llegaron muchos donativos con los que se pudo hacer frente a las necesidades generales de la casa y aportar, por término medio, mil liras diarias para pagar las deudas de la iglesia; y esto duró todo el año. En efecto, a lo largo del 1888, se enviaron a Roma más de trescientas cuarenta mil liras. Y lo más admirable es que los donativos llegaron de fuentes a menudo desconocidas, como, por ejemplo, un cheque de sesenta mil francos de una persona que no quiso manifestar su nombre. Parecía que su mente no supiera abandonar el pensamiento de los apuros económicos. El día ocho, por la tarde, dictó al secretario un segundo mensaje para don Juan Bautista Lemoyne, para que se inspirara al redactar el Boletín: -Siento mucho no poder ayudaros, como lo hacía antes, yendo personalmente en busca de la caridad. He gastado hasta el último céntimo antes de la enfermedad, pero estoy carente de medios, mientras nuestros jovencitos siguen pidiendo pan. >>Que cómo arreglárnoslas? Es necesario hacer saber a quienes quieran hacer caridad a don Bosco y a sus huerfanitos, que la hagan sin más, porque don Bosco ya no podrá mendigar. Cierta frase del doctor Fissore, proferida fuera del Oratorio, pero que se supo dentro, produjo hondo pesar. Encontrándose en el hospital del Cottolengo, había afirmado que a don Bosco no le quedaban más que dos meses de vida. Mientras tanto, casi todos abrigaban la dulce esperanza de su curación; aquello cayó como una ducha de agua fría que, sin embargo, no disipó por completo la esperanza. Llegaban noticias interesantes de Polonia. Para satisfacer ((**It18.516**)) la piedad de muchas personas, se habían remitido allí muchos crucifijos, bendecidos por don Bosco. Y se supo que se estaban operando verdaderos prodigios por su medio; algunos de ellos se los contó a don Juan Marenco la Superiora de la Retraite de Turín, polaca de noble alcurnia y que, por algún tiempo, fue casi novia del príncipe Czartoryski padre. Entre otros, habló de un moribundo, que no se había confesado desde hacía veinte años y que no estaba tampoco dispuesto a hacerlo. Pero, al ver uno de aquellos crucifijos, se conmovió hasta las lágrimas, lo estrechó contra el pecho y, al tocarlo, se curó. Llegaban cartas sin cesar, dirigidas a don Bosco y a don Miguel Rúa; bastarían ellas solas para atestiguar el altísimo concepto en que era tenido don Bosco, no sólo en Italia, sino también en el extranjero. Se han conservado muchas de estas cartas y ahora vamos a entresacar algunas opiniones de ellas con cierta holgura, pero con tres restricciones. Nos limitaremos a estos primeros veinte días de enero; tendremos (**Es18.448**))
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