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((**Es18.401**) el señor Martí, de Barcelona, con toda su familia, de la que ya hemos ((**It18.462**)) hablado 1, y monseñor Sogaro, con un sacerdote negro de su diócesis. El apóstol de Africa, que debía partir para Roma, se levantó de la mesa antes que los demás, se postró con su compañero a los pies de don Bosco y le pidió su bendición 2. Los españoles estuvieron en el Oratorio toda la tarde. En la casa de Foglizzo se preparaba la solemne imposición de sotana a los nuevos novicios para el veinte de octubre. Lo que nadie se hubiera atrevido a pedir ni esperar lo cumplió don Bosco con su fuerza de voluntad, superior a todas sus incomodidades físicas: fue a presidir la ceremonia, acompañado de don Miguel Rúa y don Carlos Viglietti. Las dos horas y media de tren y coche no fueron ciertamente para él ninguna diversión. Muchos párrocos y señores se consideraron afortunados, al poder sentarse a la mesa con don Bosco y asistir a la función. Impuso la sotana a noventa y cuatro novicios. A la mañana siguiente, en vez de regresar directamente a Turín, quiso dar una vuelta por San Benigno. Se lo pedía la gratitud: su venerando párroco, el reverendo Benone, anciano ya de noventa y tres años, siempre le había tenido mucho afecto y le había ayudado espléndidamente en varias ocasiones; deseaba, pues, verlo una vez más antes de partir para la eternidad. Era éste un sentimiento, que él consideraba tan próximo que, cuando salieron de Foglizzo, dijo a don Miguel Rúa: -Otro año ya no vendré yo; vendrás tú a hacer esta ceremonia. En la llanura que había de recorrer se halla, a mitad de camino entre Foglizzo y San Benigno, el río Orco, de cauce muy ancho y lleno de piedras. No existía entonces el puente, de modo que se cruzaba en barca, cuando llevaba mucha agua, y, si no, había que vadearlo a pie o en coche. Don Bosco tuvo que pasarlo en coche que, con su traqueteo, le hizo sufrir bastante. La intención era simplemente intercambiar unas palabras con el párroco y luego seguir el viaje, pero hubo de tener consideración con él que, a pesar de sus años, conservaba todavía mucha energía, para imponer su deseo. Le obligó, pues, a quedarse a almorzar con él. ((**It18.463**)) Al despedirse, se citaron ambos para el cielo. El Siervo de Dios llegó a Turín sumamente cansado. Fue su último viaje en tren. Una de las noches siguientes, como él narró el veinticuatro de octubre, vio en sueños a don José Cafasso, en cuya compañía visitó todas las casas de la Congregación, incluidas las de América; vio la 1 Véase más arriba, pág. 320. 2 Véase vol. XVII, pág. 437. (**Es18.401**))
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