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((**Es18.272**) verdaderamente hermoso, escribe Viglietti. Todas las autoridades de La Spezia acudieron a presentarle sus respetos y comieron con él. Eran verdaderamente entusiastas de don Bosco, hablaban de él con veneración y (...) se marcharon más tarde con pena, profesándose humildes servidores en todo lo que estuviera a su alcance, y la mayor parte de ellos regresó a hacerle una visita>>. Durante la comida, estuvo hablando estupendamente, dejando admirados a los comensales, que lo proclamaron hombre verdaderamente grande. La mañana del día veinticinco la dedicó a los Cooperadores, que no acudieron solos a escuchar la palabra de don Miguel Rúa, sino acompañados de distinguidos señores y de graduados de la marina militar. Terminada la conferencia, don Bosco impartió la bendición de María Auxiliadora; después tomó asiento para dar gusto a la gente que deseaba acercarse a él, besarle la mano y decirle una palabra. Se le acercaron, entre otros, el comandante Polino, comandante general del arsenal, y los coroneles Castellaro y Scapparo; era un acontecimiento del todo inaudito, en aquellos tiempos en Italia, que oficiales de alta graduación y funcionarios del Gobierno honrasen públicamente a un sacerdote. Hacia las cuatro de la tarde, fue la partida hacia Pisa. El arzobispo, monseñor Capponi, envió a la estación a su secretario para que lo acompañara directamente al palacio episcopal, donde quería que se hospedase; pero don Bosco se excusó en razón de la prisa que tenía por llegar aquel día a Florencia. También estuvieron allí los Salesianos de Lucca, que apenas si pudieron saludarle. En el nuevo tren encontró al obispo de Arezzo, monseñor José Giusti, que le acompañó hasta Florencia, donde, al despedirse, le arrancó la promesa de que se detendría en su ciudad, cuando prosiguiera el viaje a Roma. En Florencia pensaban los Salesianos llevarlo directamente a su casa; pero no tuvieron más remedio que tomar en cuenta a la mamá florentina, la condesa Uguccioni, la cual, impedida de todo movimiento, ((**It18.310**)) había enviado a la estación a unos parientes con orden de acompañarlo a su palacio, en la calle de los Avelli. Tenía paralizadas las piernas y no podía dar un paso; estaba, además, atormentada con angustias de espíritu y recibía siempre un alivio muy grande con las cartas de don Bosco; pero mucho más con su palabra. Los tres días que pasó allí, celebró la misa en su capilla privada. Iban cada día a ayudarle la misa dos muchachos del Colegio, acompañados por don Juan Filippa quien, por tanto, se encontraba presente cuando las dos venerandas personas se veían por la mañana y se daban los buenos días a la puerta del pequeño santuario de la casa, el (**Es18.272**))
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