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((**Es17.745**) tarde, especialmente durante el verano, había un encargado que daba a beber una bebida, una limonada, que estaba en un cubo cubierto con una tapadera de madera. A fines de octubre, se recogían los carnets, se contaban los sellos y, de acuerdo con ellos, se daban los premios: relojes, trajes y otros objetos y, a los mejores músicos, también el instrumento. Cuando un muchacho tenía la chaqueta, los pantalones o los zapatos rotos, él daba traje o zapatos, a veces remendados, pero buenos. Muchos iban al Oratorio atraídos por el tíovivo, que en las plazas costaba diez céntimos por cabeza, por los pasavolantes y por los regalos que allí se recibían. Los pasavolantes estaban constituidos por cuerdas atadas a un anillo de hierro en el extremo de un palo vertical clavado en el suelo y terminaban con un nudo; después, los muchachos se agarraban al nudo e hincando los pies en el suelo se lanzaban al aire. La música de la banda era otra buena atracción y no sólo para los muchachos, sino también para la gente que pasaba junto a la cerca del Oratorio y se paraba a escuchar. En aquellos tiempos, don Bosco no tenía muchos chicos en el Oratorio y esto como consecuencia de ciertos choques tenidos con el clero y, especialmente con el párroco del <>, o sea el de San Simón y San Judas. A lo sumo, podían llegar a setenta. Nos recomendaban a menudo que lleváramos a otros compañeros. Casi todos eran peones de albañil, mecánicos, hojalateros. Estos recuerdos han sido fielmente escritos por don Leonardo Beinat y están de acuerdo con cuanto yo guardo en mi memoria. Turín, 2-VIII-1935, Oratorio D. M. Rúa. ANGEL ENRIQUE BENA de Magnano Biellese B Nací en Turín el día 19 de julio de 1866. En 1871 comencé a asistir al Oratorio. Don Bosco estaba siempre sereno y sonriente. Tenía unos ojos, que taladraban y penetraban en el alma. Cuando aparecía entre nosotros, era una alegría para todos. Don Miguel Rúa y don José Lazzero iban a su lado como si tuviesen en medio de ellos al Señor. Don Julio Barberis y todos los muchachos corrían a su encuentro y lo rodeaban caminando unos a sus lados, otros de espaldas para mantener la cara vuelta hacia él. Era una fortuna, un privilegio muy ansiado poder estar cerca y hablar con él. El paseaba despacio, hablando y mirando a todos con aquellos ojos que giraban a todas partes, electrizando de alegría los corazones. Bajaba a veces de su cuarto y se ponía debajo del pórtico a mano izquierda del que baja la escalera. Esto ocurría hacia 1875. Don Miguel Rúa ((**It17.864**)) y don José Lazzero estaban siempre a su lado. Los muchachos externos e internos se acercaban a él. Un día, mientras estaba en aquel lugar, me ofreció un polvo de rapé. Tenía yo unos nueve años. La mar de contento, metí mis dedos en su cajita o tabaquera negra y, mientras yo tomaba una pizca, cerró él la tapadera y me agarró los dedos en medio. Eran bromas que nos alegraban. Una vez apareció solito a la puerta de entrada cerca del santuario. Entonces un (**Es17.745**))
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