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((**Es16.153**) comenzó a llenarse la capilla de personas distinguidas y devotas, que, a pesar de la incomodidad causada por el gentío y la molestia de la larga espera, se mantuvieron allí con edificante recogimiento. Don Bosco no llegó hasta las nueve; las continuas sorpresas le impedían cumplir ningún horario. Caminaba apoyándose en el brazo de don Camilo de Barruel, pasando entre aquel público aristocrático, que con dificultad le dejaba paso. Todas las miradas le seguían con una expresión de reverencia y oración. En la mística quietud de aquella capillita, cuando subió el celebrante al altar, casi se oía cómo latían los corazones de los presentes al compás del suyo, durante el divino sacrificio. Después del evangelio, se volvió hacia la asamblea y, con palabras muy sencillas, mostró a aquella gente rica que no hay más que una verdadera riqueza, el temor de Dios. Y les ofreció un hermoso episodio como ejemplo edificante. Un muchacho de familia acaudalada había sido llevado a Roma por su padre para presentarlo al Pontífice Pío IX. Llegado ante el Vicario de Jesucristo, el buen padre pidió una bendición especial para su hijo Luis, a fin de que Dios lo conservase al afecto de los suyos. El Padre Santo puso su mirada dulce y paternal sobre el jovencito y, después, recogidamente y elevando los ojos al cielo, le dijo: -Luis, que seas siempre un buen cristiano. Después, poniéndole la mano sobre el hombro, siguió diciendo con acento grave y recalcando las palabras: -Luis, que seas rico... -Beatísimo Padre, interrumpió el señor, nosotros no pedimos bienes de fortuna. Dios nos los ha dado... Pero el Papa, sin descomponerse, repitió y terminó la frase empezada: -Luis, que seas rico en la verdadera riqueza; que poseas siempre el temor de Dios. Los presentes no adivinaron seguramente quiénes eran aquel padre y aquel hijo, en los que nos resulta fácil a nosotros reconocer al conde Colle y a su querido hijo Luis. Con dificultad pudieron los allí reunidos acercarse a comulgar. Terminada la misa, todos se encaminaron hacia la pequeña sacristía, que pronto quedó atestada y donde los pocos ((**It16.176**)) que lograron entrar se arrodillaron ante el hombre de Dios, pidiendo la bendición. Otros querían sustituir a los primeros, pero el secretario pidió que le dejaran libre para hacer la acción de gracias. Y le obedecieron, pero todos los que pudieron agolparse allí dentro, de rodillas, formaron un círculo a su alrededor, mientras él oraba, silenciosos y atentos. (**Es16.153**))
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