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((**Es15.131**) durmieron dos noches. Don Bosco, acompañado del excelente abogado Ferraris, llamó a muchas puertas, pero con escaso resultado. A pesar de ello, tranquilo y sonriente, bromeaba con las nulas o escasas limosnas que recibía y hasta con las mismas negativas que a veces les daban. Con este su buen humor que nunca le abandonó, dio, además, una buena lección en la mesa de su huésped. El último día le acompañaban dos señoritas, sobrinas del canónigo, una de las cuales, algo casquivana, permitía a un jovencito, que también se sentaba a la mesa, que le dirigiera palabras, que no eran ciertamente malas, pero tampoco muy correctas. Don Bosco, queriendo cortar aquellas necias bromas, dijo sin malicia que se acordaba de un soneto que había aprendido de joven, en el que se jugaba con las palabras donna (mujer) y danno (daño) y empezó a recitar lentamente el primer cuarteto. La señorita comprendió la intención y, con cierto aire travieso, le disparó: ->>Cómo se entiende que, siendo huésped en nuestra casa y en nuestra misma mesa, se permita afrentarnos? Don Bosco, como si no hubiese captado la desfachatez, siguió recitando con su cachaza el soneto hasta acabar. La señorita se recomía, pero no le interrumpió ni osó después decir palabra. Tampoco el joven se atrevió a soltar más galanterías. Veremos que la cosa terminó bien. Aquella tarde dejó a don Francisco Cerruti en casa del canónigo y, acompañado por el abogado Ferraris, volvió a dar vueltas en busca de limosnas. Vivía en Porto Mauricio una señora llamada María Acquarona, soltera, que hacía diez años guardaba cama por una enfermedad incurable en la espina dorsal. Todo el vecindario la conocía. Tuvo primero intención de enviar simplemente una limosna a don Bosco; pero, luego pensó que era mejor rogarle que le hiciera una visita y le diera su bendición. Don Bosco fue y le recibió con muestras de la más grande alegría. Estaban con la enferma una hermana y el cuñado, abogado Ascheri, que en ((**It15.141**)) pocas palabras, le explicó la naturaleza y circunstancias de la enfermedad, de la que los médicos no daban esperanzas de curación. El Beato la animó a confiar en la Santísima Virgen, la bendijo y le señaló unas oraciones para que las rezara a continuación; y de allí pasó a otra habitación, donde se detuvo un ratito hablando con los dos abogados. En el momento en que se levantaba para salir, presentóse vestida la enferma, diciendo que ya no sentía ningún dolor. El abogado Ascheri empezó a gritar: ímilagro!, y todos fueron presa de una intensa emoción. (**Es15.131**))
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