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((**Es13.579**) Don Juan Cagliero realizó en el mes de diciembre el viaje prometido. Vio una casa decorosa, destinada a vivienda de los salesianos, y una hermosa iglesia, dedicada a la Santa Cruz, con un discreto patio para oratorio festivo; pero el personal no pudo tomar posesión hasta el 29 de junio del año siguiente. Lo integraban don Juan Marenco, el clérigo Carlos Baratta y el coadjutor Felipe Cappellano. Les acompañaba don Juan Cagliero. Los pacíficos enviados por don Bosco no fueron pacíficamente recibidos; parecía que el infierno se hubiese amotinado. El grito de alarma partió del Fúlmine, pésimo periódico de la ciudad, que, en el número del día 30, publicaba este telegrama de última hora: <>Tolerará esta peste la autoridad? Firmado: EL DIABLO.>> Esta comunicación del otro mundo produjo sus efectos. Tipos de mala facha rondaban en derredor de la casa y de la iglesia; pero el día de la batalla debía ser el domingo, 7 de julio. Por la mañana ((**It13.679**)) comenzó una lluvia de piedras, desde la casa de enfrente, sobre el patio, donde se encontraban algunos muchachos. Las mujeres del vecindario, que se dieron cuenta de ello, salieron a la calle, y lanzaron tantos y tales gritos que, cuando llegaron los guardias, ya había cesado el apedreamiento. Hacia el mediodía, el Inspector de seguridad pública, como entonces se decía, avisó a don Juan Cagliero y a don Juan Marenco que se tramaba un golpe contra ellos: pero que no tuviesen miedo, que no se asomaran a las ventanas, que no sufrirían ningún daño. Hasta comenzar la noche atendieron los nuestros al sagrado ministerio. A las diez, cuando acababan de cenar, se oyó de repente el correr de una multitud de gente que, después de una breve parada ante la puerta del patio en la calle de Santa Cruz, daba la vuelta a las órdenes de una voz estentórea y se dirigía a la calle de Biscione, para detenerse precisamente bajo las ventanas de la casa. -íYa están aquí!, exclamó don Juan Cagliero. Y en efecto, se oyeron las primera voces, de más de cien gargantas que ululaban: -íAbajo los jesuitas! El ánimo tímido y apagadito de Baratta se espantó tanto, que no se tranquilizó hasta el día siguiente. Y éste fue el único inconveniente de la jornada. Los demás escuchaban, tras las persianas, aquella música infernal que no duró más de un cuarto de hora. La turba populachera gritaba: -íAbajo los jesuitas! íAbajo las escuelas jesuitas! íAbajo los <>! íAbajo el Ayuntamiento! (**Es13.579**))
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