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((**Es13.418**) A lo que insinuó don Bosco: -De Vuestra Santidad depende. Y el Padre Santo concluyó: -íDesde luego, desde luego! El Beato le presentó en pocas palabras el homenaje de toda la Congregación Salesiana y pidió para todos una bendición especial. El nuevo Papa había conocido tal vez por vez primera a los hijos de don Bosco en Ariccia, durante el verano de 1877. Eran las cuatro de la tarde, cuando entró en su paupérrima morada un Prelado muy flaco y pálido, en quien todos reconocieron al punto al cardenal Pecci, que acostumbraba veranear por aquellas cercanías. Era un gran honor una gran alegría para ellos, pero, al mismo tiempo, una enorme confusión. El Cardenal, con gran simpatía, ((**It13.487**)) dijo: -íMis queridos salesianos, tengo mucha sed! Dadme un poco de agua. No tenían bebidas; pero había agua fresca y también algo de azúcar. El bebio, pidió aclaraciones sobre la marcha de la casa, dio las gracias y se fue. No obstante las buenas palabras que le había dicho en la audiencia, lo cierto es que, en los primeros días de su pontificado, el nuevo Papa estaba bastante prevenido sobre don Bosco; tanto, que no quería recibirle en audiencia privada. Monseñor Manacorda, obispo de Fossano, fue varias veces a verle y tantear el terreno; pero, apenas abría la boca para nombrar a don Bosco, el Papa cambiaba de conversación y hacía grandes elogios del Cottolengo, concluyendo que éste era verdaderamente santo. Observaba Monseñor que la santidad tiene distintos caracteres, de acuerdo con las personas y las misiones que les son confiadas; que en unos domina el espíritu de predicación, en otros el espíritu de ciencia, en otros la penitencia heroica o el desprecio de las riquezas y así sucesivamente. Que el Cottolengo se había señalado por su abandono total en manos de la Providencia, y don Bosco agotaba, primero, todos los medios humanos aptos para alcanzar sus fines y, después, confiaba ciegamente en la Providencia. En una palabra, fue necesario un buen rato para disipar del ánimo del Pontífice los sentimientos preconcebidos, insinuados sin duda por otros, pero al fin se logró. La virtud verdadera, más pronto o más tarde, se abre camino por sí misma. El ojo sagaz de León XIII pudo deducir algún reflejo en algunos pensamientos, que don Bosco quiso le llegaran por escrito después de la carta anterior. Lo atestigua el antiguo alumno don Juan Turchi, que vivía en Roma como preceptor en la familia del conde Mirafiori. (**Es13.418**))
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