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((**Es10.774**) de Obispos y Regulares, llegado de Roma a Turín la semana pasada. Pero inútil. El contesta que los cánones le dan derecho para aceptar a cualquiera que desee ingresar en su Congregación y que, habiéndose aconsejado en Roma (no sé por quién), le dijeron que él no debe impedir las vocaciones, ni parar mientes en que la mayoría de mis seminaristas, o más bien todos los que entran en su Congregación sin mi beneplácito para quedar en ella algunos años, mientras sacan algún provecho, no es por vocación al estado religioso, sino porque encuentran la disciplina de don Bosco menos severa, o porque prefieren dárselas de maestros y asistentes en su Congregación, antes que llevar la vida de simples alumnos en mi Seminario, o por motivos económicos y también por cierto desprecio de la Autoridad que dirige el Seminario. ((**It10.850**)) Por ejemplo, un tal Torrazza, clérigo durante algunos años en mi Seminario, avisado varias veces de que su conducta no era la que corresponde a quien quiere llegar a ser un buen sacerdote, y sin corregirse nunca, le advertí en las vacaciones del año pasado que dejara la sotana. En vez de acatar el juicio de su Pastor, fue a don Bosco y éste, sin decirme una sola palabra sobre el caso, lo recibió en su casa de Casale; y yo me enteré de ello por casualidad. Este modo de proceder evidentemente da motivo a los seminaristas rebeldes para envalentonarse contra el Rector del Seminario y contra el Arzobispo. Ya que los desobedientes, cuando son corregidos y amenazados, dicen a sus compañeros y aun a Superiores: Yo sé adónde ir en el caso de que me echen del Seminario; don Bosco está ahí para recibirme; y, a despecho del señor Arzobispo, me veréis en el altar, en el confesonario y en el púlpito. Que es lo que explícita e implícitamente repetía dicho clérigo Torrazza, y lo que hace dos años decía el clérigo Rocca, salido a mitad de curso del Seminario, insalutato hospite (sin despedirse) y recibido inmediatamente por don Bosco. Lo mismo sucedió hace dos años con el clérigo Milano que, mientras estaba en mi Seminario, recibió una carta del Rector de una de las casas de don Bosco, invitándole a ir allá para hacer de maestro. Sin decir una palabra a nadie, sin certificados de ningún género, fue allá sin yo saberlo, y fue recibido. Dos años después salió por negarse a hacer los votos, y volvió a mí pretendiendo que le convalidase los dos años que había pasado haciendo de maestro y sin estudiar filosofía o teología. Pero éstos no son más que ejemplos de lo que hubiera sucedido cada día en mi seminario, si yo no hubiese ofrecido la resistencia, que juzgaba y juzgo es mi grave deber emplear. Permítame, Santidad, que establezca algunos principios, que me parecen evidentes, y saque después las conclusiones prácticas que lógicamente se desprenden de ellos. 1. La primera y más importante necesidad de la Iglesia es que en todas las parroquias haya párrocos llenos de espíritu de Dios y dotados de la doctrina necesaria a su posición; pues hoy en día todos los lugares, aun los más apartados y en otro tiempo solitarios, están en contacto de mil maneras con los desbarajustes del mundo; y que estos párrocos sean ayudados por un número suficiente de sacerdotes santos y doctos. 2. Si los párrocos y sus coadjutores no fueran tales, resultaría que un defecto tan grave como éste no lo remediarían los Regulares por muy doctos, santos y numerosos que fuesen, pues su actuación debe limitarse a pocos lugares; y su asomarse de vez en cuando a una parroquia se asemejaría al aguacero que llena las zanjas de agua e inunda los campos por un rato, pero no a la lluvia lenta ni al rocío que, a lo largo de todo el año, riega la tierra y la hace fértil y fructífera. (**Es10.774**))
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