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((**Es1.88**) Otro compañero suyo por aquellos lugares de pastoreo, un tal Segundo Matta, criadillo en una de las granjas de los alrededores, y de su misma edad, bajaba de la colina todas las mañanas, llevando la vaca de su amo. Iba provisto de una rebanada de pan negro para desayunar. Juan, en cambio, tenía entre sus manos, y lo mordisqueaba un pedazo de pan blanquísimo que mamá Margarita nunca dejaba que faltara a sus queridos hijos. Un buen día dijo Juan a Matta: -Quieres hacerme un favor? -Con mucho gusto, respondió el compañero. -Quieres que cambiemos el pan? -Por qué? -Porque tu pan debe ser mejor que el mío y me gusta más. -Matta, en su sencillez infantil, creyó que a Juan le parecía realmente más gustoso su pan negro, y agradándole a él el pan blanco del amigo, aceptó el cambio de buena gana. Desde aquel día, durante dos primaveras enteras, siempre que se encontraban por la mañana en el prado, se cambiaban el pan. Matta, cuando fue mayor y reflexionó sobre este hecho, lo refería muchas veces a su sobrino don Segundo Marchisio, salesiano, haciéndole notar que el ((**It1.90**)) móvil de Juan para hacer aquel cambio no podía ser sino el espíritu de mortificación, puesto que su pan negro no era precisamente ninguna golosina. Aquella especie de soledad invitaba a Juan a rezar. Lo había aprendido de su madre; ella, además de las oraciones prescritas por la costumbre, que solía rezar de rodillas con el mayor recogimiento, seguía durante la jornada, en medio de las más variadas ocupaciones, murmurando palabras de afecto hacia Dios. Todos los que conocieron a Juan de niño, atestiguan su amor a la oración y su gran devoción a la Virgen Santísima. El santo rosario debía serle familiar, puesto que desde los primeros tiempos del Oratorio hasta los últimos años de su vida, quiso que indefectiblemente lo rezaran los jóvenes cada día: nunca admitió que pudiera haber una razón para dispensar a una comunidad de rezarlo. Para él, era una práctica de piedad necesaria para llevar una vida virtuosa, como el pan cotidiano para conservarse fuerte y no morir. Además del rosario, cuando la campana de Morialdo tocaba al Angelus Domini, se descubría la cabeza y se arrodillaba para saludar a su madre celestial. Juan Filippello añadía que era tal su gusto por la piedad, que con frecuencia, se oía resonar por la colina su argentina voz entonando canciones sagradas. La oración unida al trabajo conserva la pureza del alma; de aquí(**Es1.88**))
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